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16.03.23 — Diario

Praga

Mi última entrada desde Madrid detalló los multiples roles que intentaba asumir mientras seguía tirando adelante en el frío polar que ha sido protagonista durante esta primavera. Por si no había tiritado lo suficiente, sin embargo, ¡el finde pasado fui volando hasta el este de Europa y a las calles frescas de Praga!

Había organizado el viaje hace unos meses, cogiendo un par de días de vacaciones para crear un fin de semana largo que coincidiera con unos días libres que tenía mi amigo Nacho. Ha estado viviendo en la capital checa durante el último año y medio desde que se mudó allí desde España y amablemente me había ofrecido acogerme en casa y enseñarme su nueva ciudad.

Como siempre, yo había dejado todo hasta la última hora, así que facturé mi vuelo y hice la mochila en la media hora antes de tener que salir de casa. Luego tuve un viaje agradable sin incidencia de Madrid a Praga, donde salí de la terminal y seguí las instrucciones de Nacho hasta su casa. Esto supuso un viaje en bus y luego en tranvía, desde el cual pude echar mi primer vistazo a Chequia, un país que nunca había visitado antes.

El primer tramo del viaje se marcó por los suburbios de la ciudad que lucían algo apagados por sus bloques repetidos de pisos bajo cielos nublados. El segundo tramo me llevó al casco histórico de Praga, en donde la monotonía apagada se cambió por un río amplio y una capa de tejados de terracota salpicada por chapiteles y torres de todo tipo, color y estilo.

En breve llegué a la casa de Nacho, donde dejé mis cosas antes de que saliéramos directamente al centro de la ciudad para empezar nuestras aventuras. En primer lugar paramos para subirnos a un paternóster, un tipo de ascensor que sigue siempre en marcha mientras tú como pasajero tienes que saltarte a la cabina en movimiento para subirte y bajarte. Solo quedan unos pocos en todo el mundo, y otro se encuentra en un edificio de la Universidad de Sheffield donde estudia mi hermana. ¿Quién hubiera dicho que me encontraría con otro?

Tras nuestra roce con la muerte en el paternóster, nos acercamos a la mayor calle comercial que da al museo nacional, un edificio icónico de la ciudad. Nos sentamos para tomarnos un café, merendar un poco y ponernos al tanto. Desde allí, fuimos a ver el reloj astrológico en la fachada del antiguo ayuntamiento justo cuando repicó la hora y las figuras de los doce discípulos aparecían detrás de un par de puertas azules pequeñas.

Enseguida nos perdimos mientras buscábamos el restaurante donde habíamos quedado para cenar con los amigos de Nacho. Nuestros móviles se estaban rayando así que teníamos un reto entre manos, pero al final lo encontramos y nos acomodamos para pasar una cena estupenda de sushi y cervezas locales entre risa y risa. ¡Sus amigos son lo más!

Desde allí, el grupo nos acercamos a un lugar mítico conocido como “el bar del perro”. Este sitio venía recomendado por más de una persona, así que me interesaba ver exactamente que tenía que lo hiciera tan especial.

Al llegar pensé que quizá fuera el sistema de pago propietario el punto diferencial, pero resulta que el lugar es mucho más que un bar con unas tarjetas de pago raras. Bajamos una serie de escaleras y nos encontramos en un laberinto subterráneo de salas y pasillos que acogían distintos bares, clubes, salones y hasta una pizzería y zona de sofás con una hoguera. ¡Era súper raro todo y me encantaba!

Tras un par de copas, un intento por mi parte de entender la moneda local y su cambio con el euro y luego un pequeño baile a unas canciones de Bob Dylan, me cansé del día largo de viajar y por eso los dos volvimos a casa. Este viaje lo realizamos en el tranvía, el método de transporte preferido por la ciudad según Nacho y evidenciado por el montón de tranvías que pasaban por todas las calles principales.

El tranvía que cogimos de vuelta a casa fue de los antiguos. Acabamos viajando de pie al fondo de uno de los dos vagones, así que me vi obligado a grabar un vídeo desde nuestra perspectiva mientras recorríamos las calles praguenses de camino al piso de Nacho.

Luego me llevé una sorpresa por la noche al darme la vuelta en la cama. Al cambiar de lado, escuché un chasquido alto y de repente me encontré medio hundido en la cama. Evidentemente estaba demasiado cansado como para que me importara, así que al final me volví a dormir sin pensarlo más. Solo fue cuando Nacho me despertó para preguntarme si estaba bien que me di cuenta de la situación. La mitad de las lamas se habían desabrochado de la estructura de la cama y había estado durmiendo en el colchón colgado como si fuera una hamaca.

Conseguimos arreglarlo por la mañana y pedí mil disculpas por haber incurrido el daño, pero Nacho me aseguró que ese lado de la cama llevaba un tiempo medio roto. A pesar del consuelo, estaré contando bien las calorías ahora que he vuelto de mis vacaciones…

Nacho tenía que trabajar un poco esa mañana, así que me fui hacia el centro yo solo pero bien informado con unas recomendaciones de qué debería hacer. Las seguí hasta el pie de la letra, visitando una cafetería local llamada Golden Egg. Me pusieron una tostada divina de salmón ahumado, huevo escalfado, salsa béchamel, eneldo y chile, un plato que lo acompañé con una limonada casera con pera y canela. ¡Una pasada todo!

Desde allí, me volví a subir al tranvía y me acerqué al casco histórico, donde mi primera parada fue el antiguo ayuntamiento. Nacho había aconsejado que me apuntara a un tour, pero entre mi tardanza y algo de caos y confusión sobre la compra de entrada dentro del edificio, al final tuve que conformarme con una entrada de acceso general.

Nunca disuadido, subí una última escalera hacia la torre del reloj para ver las vistas sobre la ciudad. Una rampa infinita (que me recordó a una en una torre que escalé en Copenhague) me llevó hasta la cima, donde me eché a la galería para ver las vistas panorámicas.

Las vistas hicieron que valiera la pena la subida y el apretón de la galería.

En la galería me había topado con cuatro mujeres que estaban de visita de Barcelona. Les había escuchado hablando en español y preguntándose a quién podrían pedir que les sacara una foto, así que me ofrecí. Me volví a encontrar con ellas luego en las salas interiores, donde habíamos tenido todos la misma idea de intentar ver el mecanismo del reloj que había visto la noche anterior, el que rota a los dos discípulos detrás de las ventanas azules.

Al final pude verlo en acción y también eché un rato explorando las salas interesantes del antiguo ayuntamiento. Una vez cansado de ver tanto esplendor, salí al exterior y a la ráfaga de nieve que había empezado a caer, debajo de la cual me acerqué al antiguo cementerio judío. Curioso como todo aquí tiene un nombre que empieza con “antiguo”…

Parece que Nacho y yo no tenemos ninguna neurona entre los dos, porque habíamos decidido que yo debería visitar este monumento judío el día sábado – es decir, durante el sabbat. Por razones bien obvias, estaba cerrado. No quería que me importase mucho así que acto seguido continué paseando por las calles bonitas de la ciudad y un barrio que Nacho me había dicho que explorara. Allí descubrí una cafetería bonita y me pillé una sidra caliente servida con canela en rama y trocitos de manzana. ¡Justo lo que necesitaba para calentarme!

Al finalizar mi bebida, fui reunido con Nacho en un restaurante tradicional checo, donde disfruté una ensalada de patatas con pollo frito. La comida no fue nada de otro mundo como fue en sitios como Bilbao o Santander (para poner un par de ejemplos recientes) pero supo bien y nos mantuvo de pie hasta que nos entraron ganas de postre…

El capricho dulce vino en la forma de un trdelník o “tarta de chimenea”, una delicia callejera praguense. Consiste en una masa dulce que se envuelve alrededor de un cono y que se cocina sobre una fogata. Luego se baña en azúcar, canela, trozos de nuez y – en nuestro caso ya que me lo habían recomendado – chocolate fundido en el interior del cono. Vistos los ingredientes, ¡sobra mucho que os confirme que supo divina!

El postre calentito y recién hecho fue un gran acierto en el frío praguense.

Zampamos esta delicia mientras cruzábamos el Puente de Carlos, un punto de referencia de Praga que conecta el casco histórico con Malá Strana, un barrio pequeño en el otro lado del río cuyo nombre literalmente significa “el lado pequeño”.

En Malá Strana echamos un ojo a unos sitios icónicos, entre ellos unas estatuas escandalosas, un mural famoso de John Lennon (él nunca visitó Praga) y el callejón más estrecho de la ciudad. Disponía de su propio juego de semáforos peatones para que la gente no se chocara en este pasillo súper claustrofóbico.

Al volver al centro por el puente pudimos ver la ubicación para nuestras aventuras del días siguiente, el Castillo de Praga. Desde el puente, volvimos a casa en otro de los tranvías eficientes y decidimos que no queríamos estar por las calles muy tarde dado el frío que hacía. Optamos por cenar en un restaurante italiano bonito y luego tomarnos un cóctel en un bar curioso por el barrio donde vive Nacho.

El día siguiente y volvimos a subirnos a un tranvía que nos llevó al castillo que puedes ver encima de todo en la imagen de arriba. Efectuamos una pequeña parada por el camino porque Nacho quería que viera algo de cerca que había observado y que me había hecho mucha gracia el día anterior. No fue ningún punto de interés ni artista callejero, sin embargo: fue una especie de nutria. Wikipedia define el coipo como “un roedor semiacuático”, que es justo lo que había dicho yo: parecen ratas grandes y mojadas.

Debería destacar que la comida en la foto no la dejamos nosotros. Disuaden a la gente de darles de comer a los coipos por su estado como especie invasora que está causando problemas dentro del ecosistema local. A pesar de eso, he de admitir que me hizo mucha gracia ver uno de cerca.

Desde la orilla del río nos subimos al segundo tranvía y al Castillo de Praga, donde se nos unió el amigo de Nacho, Octavio. Ya que los dos ya habían visto todo muchas veces anteriormente, me dejaron que fuera explorando a mi bola dentro de las zonas de pago del castillo, que resulta ser un complejo enorme de edificios, iglesias y hasta casas.

Esta foto la saqué justo antes de que pasara un desfile militar.

Entre una iglesia, una catedral, una calle de casas ancianas y otra torre de reloj enorme, había tanto que ver dentro de los límites del castillo que no sabría ni por dónde empezar si os contara todo. Por eso solo mencionaré lo que más me gustó, empezando con la antigua cárcel. Las fotos no revelan mucho, pero eché un buen rato leyendo los detalles horripilantes de cómo confinaban a los presos dentro de los muros de la prisión en siglos pasados…

El mejor momento del castillo tenía que haber sido la torre, que hizo que la torre que había escalado el día anterior y su rampa gradual parecieran un juguete. La única manera de escalar esta torre fue subiendo más que 280 escalones – y no fueron de una escalera normal, sino una escalera en espiral de piedra que parecía infinita: seguía y seguía y seguía sin ni una plataforma para que pudiera recuperar un poco el aliento. A esto le sumas el hecho de que había gente bajando a la vez que yo subía y hizo por una experiencia claustrofóbica que generaba bastante vértigo.

Eventualmente llegué a la cima, donde me alivió descubrir que habían montado una sala con bancos para que todos los que habíamos sufrido la subida pudiéramos sentarnos un segundo y recuperarnos. Pensé que yo estaba sufriendo con el asunto, pero luego apareció una señora que tenía la cara más colorada que las tejas de terracota del tejado praguense.

Una vez recuperado salí a la galería y me choqué con las mejores vistas sobre Praga que había visto hasta la fecha. Desde este punto podía ver sobre el Puente de Carlos y sobre todo el casco histórico. Hasta pude apreciar los detalles arquitectónicos de los edificios que había visitado justo antes de mi subida mortal por la torre.

Como me había prometido Nacho, las vistas iban a mejor según avanzaba el viaje.

La bajada por la escalera en espiral fue algo menos dura que la subida a pesar de marear igualmente – si no más. Me reuní con Nacho y Octavio en la plaza en frente de la torre y me tuve que parar un segundo ya que me había mareado más que pensaba. Creo que esta experiencia, junta con la que tuve en una atracción giratoria en la feria de Búfalo el año pasado, me han confirmado definitivamente que ya no tengo la capacidad que tenía antes de recuperarme de tanta vuelta.

Una vez recuperado, los tres salimos del castillo y pasamos por Malá Strana para reunirnos con otra amiga y comer en un restaurante por allí. Probé un guiso local que se sirvió dentro de un pan. Estuvo rico, pero era demasiado pan para una sola persona.

Los cuatro luego volvimos a cruzar el Puente de Carlos y nos acercamos a la parada de tranvía para volver a casa. Antes de despedirnos, sin embargo, ¡tuvimos que sacarnos una foto juntos!

Esa noche fue la última que pasaría en la ciudad. Cenamos en un sitio chino local antes de volvernos a casa a acostarnos temprano para que pudiera madrugar un poco a ver algo más de la ciudad antes de irme. Esto al final no funcionó ya que puedo ser muy vago cuando me entra, así que las actividades del día se limitaron a la compra de un regalo para Nacho y luego una visita a una oficina de correos para que pudiera enviar una postal.

Luego recogí mi mochila y me despedí de Nacho para volver al aeropuerto en la misma combinación de tranvía y bus que había cogido para acercarme a su casa unos pocos días antes. El viaje casi acabó en desastre, sin embargo. El bus llegó tarde, me bajé en la terminal equivocada y luego me encontré con una cola enorme en el control de seguridad. Llegué a la puerta de embarque por los pelos y me senté en mi asiento en la última fila para el viaje de tres horas de vuelta a España.

Aparte del pánico al final, mi fin de semana en Praga fue una fantasía. La ciudad es guapísima y llena de sorpresas, Nacho fue un anfitrión fabuloso y me encantó conocer a tanta buena gente mientras estaba allí. Mi única queja sería no poderme habido quedado más tiempo para seguir explorando la ciudad a mi ritmo, pero allí estará la ciudad el año que viene ¡y lo más seguro es que yo también!

06.03.23 — Diario

El carrete de Ellie

Cuando mi hermana Ellie me vino a visitar hacia finales del año pasado, llevó consigo una cámara analógica que estaba utilizando para fotografiar sus vacaciones de ese año. Después de explorar la ciudad, vernos con amigos y tanto cocinar como consumir buena comida, ¡teníamos gansa de ver las fotos reveladas!

Hace un mes o así por fin pudo ir a que las revelasen y me envió una copia del resultado. Me encantaron las fotos, así que le pedí permiso para publicarlas aquí como un repaso de todo lo que hicimos en otoño. Así que nada, sin enrollarme más, ¡aquí están!

Una noche en el restaurante italiano local con Luis.
Una copa de tinto de verano tras un paseo por el río.
Yo con mi look californiano en el invernadero municipal.
Ellie al punto de comerse una pizza deliciosa en NAP.
Un desayuno de tortitas elaborado por su servidor.
Unas bebidas por el lago en el último día juntos.

Espero que te hayan gustado las fotos tanto como me gustaron a mí. Son una mirada divertida y sin filtro sobre los días que pasamos juntos aquí en Madrid. Parar leer más, échale un ojo a la entrada de blog original de octubre del año pasado. Por ahora os dejo con esta mirada atrás y ¡os prometo que en nada retomaré la programación normal!