08.06.21 — Diario

Un finde en Bilbao

La actualización de hoy se centra en el lugar donde escribí mi última entrada entera – Bilbao. Esto no supone ni la primera ni la segunda vez que visito esta ciudad bonita del norte de España, pero me parecía una experiencia completamente nueva ya que tuvimos esta vez cuatro días enteros para explorar y también entradas al Guggenheim – pero de eso hablaremos en un ratito. Por ahora, empecemos el inicio, un sitio bueno para empezar…

El viaje empezó con unas cinco horas largas en un autobús que nos dejó en la ciudad más grande del País Vasco sobre las 9pm. Al llegar nos dirigimos directamente al hotel para dejar las maletas y ducharnos rápidamente. Ya que el viaje había sido una idea de última hora, sin embargo, ni habíamos revisado las restricciones locales relacionadas con la pandemia, así que investigué a comprobar que no había toque de queda antes de salir.

Afortunadamente no lo había, pero desafortunadamente sí que había una hora de cierre para toda restauración a las 10pm. Nos imaginábamos que aún así podríamos pillar algo para cenar, así que pisamos la calle justo antes de dicha hora.

Bueno, esto resultó ser un gesto bastante optimista – nos encontramos de contraventana bajada tras contraventana bajada. Menos mal que me puse a hablar con una señora por la calle que nos aconsejó de golpear en la contraventana de cualquier kebab por allí. Sorprendentemente un tío salió, anotó nuestro pedido y nos dijo de esperar a la vuelta de la esquina para disimular para que la policía no notase la venta ilegal de kebabs después de las 10pm. ¡Jhosef y yo encontramos la situación bastante graciosa!

Tras zampar nuestros kebabs en la habitación del hotel, nos acostamos, levantándonos el día siguiente con mucha energía para explorar. Nuestro día empezó en un bar local, donde desayunamos una selección de pintxos.

El palacio de Txabarri Jauregia lucía bonito a pesar del cielo gris.

Luego nos acercamos al casco viejo, cruzando el río y deteniéndonos para sacar unas fotos de la estación de tren y su sótano misterioso que se encuentra flotando sobre las aguas debajo. Para conseguir unas imágenes con perspectivas interesantes, nos bajamos por una escalera de concreto que llevó al agua. Tuvimos que pisar con bastante cuidado como para que el barro mucoso verde de las escalones bajos no nos acabase tirando a las profundidades verdes del agua…

La escalera supuso un lugar ideal para hacer un shooting con un aire de grunge.

Una vez llegamos al centro del barrio más antiguo de la cuidad, nos metimos en un bar para tomar un par de pintxos más. Con el subidón de energía que esto proveyó, volvimos a cruzar el río y exploramos otra zona del centro que descubrimos por coincidencia mientras buscábamos donde comer.

Al final nuestra búsqueda de un restaurante no era tan exitosa, así que nos volvimos al barrio donde se encontraba nuestro hotel. La abundancia de pintxos a 1,50€ nos salvó, sin embargo, y comimos unos cuantos antes de volver al hotel por las sendas de un parque.

Después de echarnos la siesta bajamos a una zona del río que había descubierto Jhosef al salir a correr por la mañana. Partiendo de la grúa roja famosa, seguimos las orillas del río hasta el Guggenheim, donde nos metimos otra vez en el centro para buscar algo de cena.

Antes de ni pisar el restaurante que habíamos elegido tomamos un par de pintxos en el bar de al lado, donde nos pusimos a hablar con la dueña de la vida en Bilbao. En estos momentos los dos ya nos habíamos ajustado bastante bien al ritmo de la cuidad, y esta sensación de comodidad se mantenía al pasar al restaurante, donde cenamos unos baos deliciosos y un plato bien rico de pato con setas.

Tras salirnos casi corriendo del restaurante para poder tomarnos una copa más en otro bar antes de la hora de cierre a las 10pm, volvimos al hotel bastante despacio gracias a la cantidad de comida y patxaran consumidos. En el camino nos encontramos con algo que me emocionó mucho y que me llevó a mi infancia: una obra de arte hecha de varios modelos de farola.

Debería explicarme para los que no me conocéis: llevo toda la vida obsesionada con las luces y la iluminación desde el momento que empecé a hablar (mi primera palabra fue “light” [luz] gracias a mi abuela). También cabe destacar que cuando me presentaron de niño con mi primera juego de pintura, lo primero que dibujé fue una carretera y sus farolas acompañantes. Otra vez me regalaron un juego de trenes de plástico y enseguida perdí todas las piezas menos las tres farolas que traía… bueno, ya te haces una idea.

Jhosef y yo nos tumbamos en el césped un rato para mirar las luces y bajar la comida un poco, y luego volvimos al hotel para preparar por la actividad principal del día siguiente: una visita al Guggenheim.

La mañana empezó, como ya se estaba volviendo costumbre, con un café y una ronda de pintxos. Después echamos el viaje corto al museo, cogiendo nuestras entradas y entrando en el atrio de la obra maestra de Frank Ghery por primera vez. Como ya os conté, he estado en Bilbao dos veces ya en el pasado, y había entrado en la tienda de regalos del museo en ambas ocasiones, pero nunca había llegado a entrar para ver las obras dentro.

El museo era fascinante, y varias obras me llamaron la atención, pero aquí no voy a entrar en detalles. Os dejo con este mensaje: vale mucho la pena visitar, da igual el tipo de arte que te interese. Hasta si crees que el arte no te interesa a ti, de verdad que hay una plétora de cosas interesantes y bonitas dentro. Para probar esto lo que digo, incluyo debajo unas fotos que saqué durante nuestra visita:

Dejando atrás el museo tras un buen rato explorando la tienda de regalos (como me gusta una tienda de regalos), volvimos a la ciudad y al restaurante donde habíamos reservado para comer, Monocromo. El pequeño restaurante cuenta con una cocina abierta y tiene especialidad en vermú (una de mis bebidas favoritas) y la comida era un exitazo, nos encantó cada plato que nos pusieron.

Salimos del sitio completamente hinchados, así que volvimos al hotel para descansar y bajar la comida. Jhosef se encontraba bastante cansado, así que mientras dormí yo salí a dar una vuelta solitaria y comprar algo de picoteo para que no nos volviéramos a quedar sin cena después de las 10…

No soy nada fan del rascacielos, pero a esta pareja le daba igual.

Al acercarme al hotel con mi bolsa llena de comida y vermú, vi que el atardecer se estaba convierte do en un festival de colores, así que divagué de mi camino para verlo desde las orillas del río. La puesta del sol no decepcionó nada, y vi une explosión celestial de rosa y naranja en frente de la silueta de la grúa roja.

El atardecer lucía espectacular detrás de la grúa roja enorme.

After spending that evening munching on crisps and watching the second half of a Batman film in the hotel room, we were once again on the move the day after. For breakfast, we’d arranged to meet up with Jhosef’s friend, Sergio. We headed to a local bakery for some pastries, chatted for a good while over coffee, and I thanked him for the restaurant recommendation from the day before.

Tras pasar esa noche cenando patatas fritas y viendo la segunda mitad de una película de Batman en el hotel, nos encontramos de viaje otra vez más el día siguiente. Habíamos quedado en desayunar con un amigo de Jhosef, Sergio. Fuimos a una panadería local para tomar unas napolitanas y charlar sobre un buen café, y aproveché para agradecerle la recomendación de restaurante del día anterior.

Cuando Sergio se tuvo que ir a trabajar, Jhosef y yo nos bajamos a las profundidades del metro de Bilbao por primera vez, subiéndonos al tren equivocado para pasar el día en Getxo. Tras cambiar trenes a uno que realmente iba a donde queríamos ir, llegamos en Algorta, un pueblo costero muy bonito famoso por su puerto viejo.

Nos cansó bastante la vuelta que dimos bajo el sol intenso (un evento algo raro en el norte), así que nos sentamos en la terraza de un pequeño bar para comernos algo y tomar una cerveza. La especialidad del sitio eran las gildas, y Jhosef se convirtió en un fan tras probar la primera.

Luego bajamos al puerto viejo, pasando por unas calles estrechas de casas pequeñas y nos llevaron al mar. Durante el descenso al puerto, pasamos por el lado de un restaurante que tenía una terraza enorme cubierta por las ramas de unos árboles, y decidimos que volveríamos a este sitio para comer después de echar un rato al lado del mar.

El puerto era muy bonito pero bastante pequeño, así que pasmaos mucho tiempo por allí – una decisión facilitada por el hecho de que el sol ya brillaba directamente encima y así amenazaba con quemarme mi piel anglosajona. Evité las quemaduras con la ayuda de un paraguas… vaya imagen tenía que ser.

Tras un rato viendo cangrejos volvimos a la terraza que mencioné, donde nos sentamos para disfrutar de una de las comidas más largas que he experimentado jamás. En este pequeño pueblo parecía que se frenaba el tiempo, y al final echamos unas cuatro horas comiendo, bebiendo y hablando, entre los dos pero también con la camarera maja que nos puso una serie de platos locales deliciosos.

Eventualmente decidimos seguir con lo que quedaba de nuestros planes, impulsados por la brisa que se había manifestado y la capa de nubes que había empezado a echar sombra sobre la costa. Queríamos aprovechar de la oportunidad de pasear por el paseo marítimo, así que bajamos a la playa y pasamos media hora o así cruzando la longitud de la misma. Mientras Jhosef se mojaba los pies en las olas, yo me puse a recoger cosas, pillando un par de conchas que ahora las tengo puestas al lado de una planta en mi piso.

Una vez llegados al otro lado de la playa y tras un intento fallado de coger un bus, decidimos acercarnos a la ría en pie. Aquí quería ver de cerca el puente Bizkaia, el primero de su tipo que aún sigue en funcionamiento, cruzando el Río Nerbioi antes de su llegada al mar.

Para ver mejor el puente, Jhosef y yo bajamos por otra escalera de concreto que daba a las aguas agitadas de la ría. Tras un momento de vertigo causado por la estela de un barco, subimos de vuelta a tierra firma y nos subimos a la plataforma al lado del puente. Allí sacamos algunas fotos más antes de coger el metro de vuelta a Bilbao – deteniéndonos para tomar un par de pintxos más y un vaso de vino, por supuesto. ¡Que no falten!

Esa noche, la última que íbamos a pasar en esta gran cuidad, no era nada aburrida. Tras un día de pie no queríamos irnos lejos buscando un restaurante, así que bajamos al bar de al lado del hotel para cenar unos cuantos pintxos más. Por no haber pensado en revisar la previsión de tiempo antes decidimos ponernos en la terraza – y ya seguro que te puedes imaginar justo lo que pasó después.

Después de disfrutar de un día bastante soleado hasta aquel momento, ya tocaba que el clima vasco se torciera. En un instante el calor del día se fue y vino una tormenta eléctrica tocha, que nos dejo empapados pero no nos podía quitar los ánimos: en vez de buscar asilo dentro del bar, decidimos aprovechar al máximo la lluvia, ¡grabando una parodia del videoclip de el temazo “All The Things She Said”!

Ahora completamente empapados, subimos a nuestra habitación tras pagarle la cuenta al dueño perplejo del bar, y llegó nuestro último día en la ciudad. Ya que teníamos el autobús de vuelta a Madrid a las 4pm, era un día algo raro porque no queríamos irnos demasiada lejos por si llegásemos tarde a la estación – pero aún así aprovechamos del día.

La mañAna comenzó con un paseo por la otra orilla del río, pasando por detrás de la arquitectura torcida del Guggenheim y hasta el casco viejo. Una vez allí, exploramos algunas de las calles que no habíamos visto durante la primera visita, y pasamos por una pastelería para comprar unos regulas para nuestros amigos, compañeros y familia en Madrid.

Volvimos al hotel tras un último vermú, habiendo decidido que sería buena idea comer en el restaurante al lado del hotel para poder luego recoger las maletas y subir la pequeña distancia a la estación de autobús cuando tocase. Disfrutamos un menú entero en la misma terraza que nos había dejado empapados la noche anterior, y acabamos nuestro viaje con un helado y una copa de vino.

Pagada la última cuenta y recogidas las maleta del hotel, los dos tuvimos que subir con algo de prisa al autobús, llegando justo a tiempo para figurar entre los últimos en subirse al autobús. La gran comida nos sirvió para dejarnos dormidos durante el viaje de vuelta, y nos encontramos en Madrid dentro de casi nada.

Lo único que me queda decir es que me lo pasé fenomenal en Bilbao – pero creo que esta admiración hacia el lugar se ha hecho evidente e a lo largo de esta entrada de blog. Gracias a Jhosef por surgeries la idea de pegarnos una escapada y luego por aguantarme durante los cuatro días que viajamos juntos, y también a mi compañera María, una vasca sin cuya guía no hubiéramos hecho ni la mitad de lo que hicimos ni hubiéramos comido la mitad de los platos locales que problemas.

Bilbao, ya esteré de vuelta. Hasta entonces, ¡agur!