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23.06.21 — Diario

Un finde largo en Murcia

Tan solo dos semanas después de mi viaje a Bilbao con Jhosef, me tocó coger un tren con destilo a las tierras muricanas que tanto conozco. Otra vez más bajé a la costa mediterránea para pasar unos días con mis tíos tras verlos por última vez el verano pasado.

El viaje empezó con un momento de pánico cuando llegué corriendo a la estación de Atocha y me subí al tren solo dos minutos antes de su salida. Esto fue gracias a la distracción que me supuso un Carrefour lujoso que había encontrado al buscar una botella de agua para el viaje. Me quedé un buen rato dentro de la tienda mirando la oferta variada que tenía y salí de la misma con una bolsa llena de picoteo y una botella de vermú.

Una vez en el tren y aliviado de no haberlo perdido, tuve la rara suerte de contar con dos asientos libres, así que me puse bastante a gusto en el portátil y trabajaba en mi nueva web durante el viaje al sur. Esta comodidad combinada con dicha bolsa llena de comida hicieron que el viaje pasase volando, en nada me estaba bajando en la estación de Balsicas donde me recibieron mis tíos.

Desde allí los tres nos acercamos a un chiringuito local que habían descubierto, donde pillamos una selección de raciones y una cerveza para aprovechar de las pocas horas del viernes que quedaban. Una vez llenos de gambas al ajillo y chopitos, volvimos a su piso para descansar.

Un paseo mañanero para pillar pan era el comienzo perfecto para el finde.

Arrancamos el finde con un paseo a la tienda de la urbanización a por comida para preparar el desayuno, tras el cual los tres nos subimos al coche y bajamos a la costa para visitar un restaurante que contaba con un bar con vistas sobre el mar. Allí estábamos de suerte, porque no había mucha gente y estaban probando el sistema de altavoces para una cena la noche siguiente. Esto supuso un concierto privado mientras la cantante ensayaba las canciones que iba a cantar durante la cena y mientras nosotros nos tomábamos una copa. ¡Una verdadera pasada!

Desde allí luego seguimos por la costa y a los baños de lodo de Lo Pagan, donde otra vez más aproveché para sumergirme en el barro apestoso que dicen que es bueno para la piel. Mientras intentaba que se me pegase la sustancia extraña, me puse a hablar con dos señoras que me acabaron atrapando en una conversación de una hora y media – ¡al final tuvo que venir mi tía a buscarme para que no nos quedásemos sin comida!

Comimos en un restaurante en un puerto que nunca había visitado y al que llegamos pasando entre las salinas que se encuentran al lado de los baños de lodo. Pensé que debería probar el marisco ya que me encontraba en un puerto, así que mi comida consistió en una sopa de marisco con una dorada a la sal, los dos platos muy ricos.

El cielo nos amenazaba con tormentas, pero al final no cayó ni una gota.

Ya que habíamos hecho bastantes cosas por la mañana, pasamos la tarde en el piso, donde introduje a mi tía a la maravilla que son las mascarillas faciales de carbón que se secan y luego se quitan pelando. Dicen que tienen muchos beneficios para la piel, pero a mí me atrae más el acto divertido de quitarlas.

Empezamos el día siguiente con otra vuelta por el complejo de golf en el que viven mis tíos. Decidimos quedarnos por allí durante el día, así que pasé unas cuantas horas en la piscina leyendo mi nuevo libro. Se me había olvidado llevarme una gorra o algo para protegerme del sol, sin embargo, así que me tocó improvisar…

Una vez cansado de la piscina, me duché y nos preparamos para salir a cenar. Habíamos quedado en visitar un sitio que habían recomendado a mis tíos, así que volvimos a la costa del Mar Menor para buscar el restaurante en cuestión.

La cena no decepcionó nada, desde los entrantes variados a la ración deliciosa de secreto en una salsa cremosa de champiñones que compartimos. Me enganché a los buñuelos de bacalao tanto que tuve que pedirle al tío que me trajera algunos más…

Una vez bastante contento tras un par de vasos de vermú, pagamos la cuenta y salimos de vuelta al coche, pero me detuve en el camino para pillar unos churros con chocolate. Nos sentamos en un muro bajo en el paseo marítimo para comérnoslos: la manera perfecta de acabar otro día relajante.

El día siguiente volvimos a salir a comer, esta vez en un restaurante viejo que nos sirvió una selección de platos locales como parte de su menú diario. De allí pasmos a un supermercado para que comprase algunas cosas para compartir con mis amigos y compañeros que en Madrid. Creo que se me está cambiando el gusto, sin embargo, ya que una bolsa de patatas fritas de una marca que tanto me gustaba antes ahora me sabía grasa y sosa…

Esa tarde nos visitaron unos amigos de mis tíos para tomar una copa. Pasamos la noche hablando hasta las altas horas de la madrugada mientras acababa yo la botella de vermú que me había llevado y que casi me costó el viaje en tren.

Por suerte y también por la fuerza de voluntad que tuve para beber dos pintas de agua antes de acostarme, me desperté sin resaca ninguna. No quería que este día, mi último en Murcia, se pasase vagueando antes de coger el tren de vuelta a las 4:30pm, así que mi tía y yo fuimos a desayunar en un sitio bonito en la cosa. Fuimos a La Encarnación, un hotel y restaurante bonito con vistas sobre el mar y un patio interior muy bonito.

Tras hacer la mochila pero antes de coger el tren de vuelta a Madrid, nos quedaba otra costumbre por cumplir. Antes de ir a la estación en Balsicas, casi siempre comemos en un pueblo pequeño llamado Roldán – y esta vez hicimos lo mismo. Nos reunimos con otros amigos de mis tíos y disfrutamos una comida enorme que siempre me mantiene bien satisfecho y algo cansado durante el viaje largo de vuelta a casa.

Esto no fue el último momento guay del viaje, sin embargo, ya que me esperaba una última sorpresa en el tren. Mientras salíamos lentamente de la estación de la ciudad de Murcia, de repente alguien me cogió del cuello, y di la vuelta para encontrarme cara a cara con Borja, un ex compañero de mis primeros días en Erretres. ¿Cuales serían las probabilidades?

Mi viaje se concluyó con esta sorpresa feliz y una charla rápida con Borja para ponernos al día mientras salíamos de la estación de Atocha, la guinda tras cuatro días de relajar y ponerme al día con mis tíos. Sobra decir que, como siempre, mis vacaciones rápidas eran bien divertidas, y tengo que darles las gracias a mis tíos por aguantarme y atenderme durante el rato.

Ahora tengo ganas de volver a las tierras murcianas otra vez más, pero la próxima vez seguramente ya será cuando me tienen bien vacunado. Hasta entonces, bye!

08.06.21 — Diario

Un finde en Bilbao

La actualización de hoy se centra en el lugar donde escribí mi última entrada entera – Bilbao. Esto no supone ni la primera ni la segunda vez que visito esta ciudad bonita del norte de España, pero me parecía una experiencia completamente nueva ya que tuvimos esta vez cuatro días enteros para explorar y también entradas al Guggenheim – pero de eso hablaremos en un ratito. Por ahora, empecemos el inicio, un sitio bueno para empezar…

El viaje empezó con unas cinco horas largas en un autobús que nos dejó en la ciudad más grande del País Vasco sobre las 9pm. Al llegar nos dirigimos directamente al hotel para dejar las maletas y ducharnos rápidamente. Ya que el viaje había sido una idea de última hora, sin embargo, ni habíamos revisado las restricciones locales relacionadas con la pandemia, así que investigué a comprobar que no había toque de queda antes de salir.

Afortunadamente no lo había, pero desafortunadamente sí que había una hora de cierre para toda restauración a las 10pm. Nos imaginábamos que aún así podríamos pillar algo para cenar, así que pisamos la calle justo antes de dicha hora.

Bueno, esto resultó ser un gesto bastante optimista – nos encontramos de contraventana bajada tras contraventana bajada. Menos mal que me puse a hablar con una señora por la calle que nos aconsejó de golpear en la contraventana de cualquier kebab por allí. Sorprendentemente un tío salió, anotó nuestro pedido y nos dijo de esperar a la vuelta de la esquina para disimular para que la policía no notase la venta ilegal de kebabs después de las 10pm. ¡Jhosef y yo encontramos la situación bastante graciosa!

Tras zampar nuestros kebabs en la habitación del hotel, nos acostamos, levantándonos el día siguiente con mucha energía para explorar. Nuestro día empezó en un bar local, donde desayunamos una selección de pintxos.

El palacio de Txabarri Jauregia lucía bonito a pesar del cielo gris.

Luego nos acercamos al casco viejo, cruzando el río y deteniéndonos para sacar unas fotos de la estación de tren y su sótano misterioso que se encuentra flotando sobre las aguas debajo. Para conseguir unas imágenes con perspectivas interesantes, nos bajamos por una escalera de concreto que llevó al agua. Tuvimos que pisar con bastante cuidado como para que el barro mucoso verde de las escalones bajos no nos acabase tirando a las profundidades verdes del agua…

La escalera supuso un lugar ideal para hacer un shooting con un aire de grunge.

Una vez llegamos al centro del barrio más antiguo de la cuidad, nos metimos en un bar para tomar un par de pintxos más. Con el subidón de energía que esto proveyó, volvimos a cruzar el río y exploramos otra zona del centro que descubrimos por coincidencia mientras buscábamos donde comer.

Al final nuestra búsqueda de un restaurante no era tan exitosa, así que nos volvimos al barrio donde se encontraba nuestro hotel. La abundancia de pintxos a 1,50€ nos salvó, sin embargo, y comimos unos cuantos antes de volver al hotel por las sendas de un parque.

Después de echarnos la siesta bajamos a una zona del río que había descubierto Jhosef al salir a correr por la mañana. Partiendo de la grúa roja famosa, seguimos las orillas del río hasta el Guggenheim, donde nos metimos otra vez en el centro para buscar algo de cena.

Antes de ni pisar el restaurante que habíamos elegido tomamos un par de pintxos en el bar de al lado, donde nos pusimos a hablar con la dueña de la vida en Bilbao. En estos momentos los dos ya nos habíamos ajustado bastante bien al ritmo de la cuidad, y esta sensación de comodidad se mantenía al pasar al restaurante, donde cenamos unos baos deliciosos y un plato bien rico de pato con setas.

Tras salirnos casi corriendo del restaurante para poder tomarnos una copa más en otro bar antes de la hora de cierre a las 10pm, volvimos al hotel bastante despacio gracias a la cantidad de comida y patxaran consumidos. En el camino nos encontramos con algo que me emocionó mucho y que me llevó a mi infancia: una obra de arte hecha de varios modelos de farola.

Debería explicarme para los que no me conocéis: llevo toda la vida obsesionada con las luces y la iluminación desde el momento que empecé a hablar (mi primera palabra fue “light” [luz] gracias a mi abuela). También cabe destacar que cuando me presentaron de niño con mi primera juego de pintura, lo primero que dibujé fue una carretera y sus farolas acompañantes. Otra vez me regalaron un juego de trenes de plástico y enseguida perdí todas las piezas menos las tres farolas que traía… bueno, ya te haces una idea.

Jhosef y yo nos tumbamos en el césped un rato para mirar las luces y bajar la comida un poco, y luego volvimos al hotel para preparar por la actividad principal del día siguiente: una visita al Guggenheim.

La mañana empezó, como ya se estaba volviendo costumbre, con un café y una ronda de pintxos. Después echamos el viaje corto al museo, cogiendo nuestras entradas y entrando en el atrio de la obra maestra de Frank Ghery por primera vez. Como ya os conté, he estado en Bilbao dos veces ya en el pasado, y había entrado en la tienda de regalos del museo en ambas ocasiones, pero nunca había llegado a entrar para ver las obras dentro.

El museo era fascinante, y varias obras me llamaron la atención, pero aquí no voy a entrar en detalles. Os dejo con este mensaje: vale mucho la pena visitar, da igual el tipo de arte que te interese. Hasta si crees que el arte no te interesa a ti, de verdad que hay una plétora de cosas interesantes y bonitas dentro. Para probar esto lo que digo, incluyo debajo unas fotos que saqué durante nuestra visita:

Dejando atrás el museo tras un buen rato explorando la tienda de regalos (como me gusta una tienda de regalos), volvimos a la ciudad y al restaurante donde habíamos reservado para comer, Monocromo. El pequeño restaurante cuenta con una cocina abierta y tiene especialidad en vermú (una de mis bebidas favoritas) y la comida era un exitazo, nos encantó cada plato que nos pusieron.

Salimos del sitio completamente hinchados, así que volvimos al hotel para descansar y bajar la comida. Jhosef se encontraba bastante cansado, así que mientras dormí yo salí a dar una vuelta solitaria y comprar algo de picoteo para que no nos volviéramos a quedar sin cena después de las 10…

No soy nada fan del rascacielos, pero a esta pareja le daba igual.

Al acercarme al hotel con mi bolsa llena de comida y vermú, vi que el atardecer se estaba convierte do en un festival de colores, así que divagué de mi camino para verlo desde las orillas del río. La puesta del sol no decepcionó nada, y vi une explosión celestial de rosa y naranja en frente de la silueta de la grúa roja.

El atardecer lucía espectacular detrás de la grúa roja enorme.

After spending that evening munching on crisps and watching the second half of a Batman film in the hotel room, we were once again on the move the day after. For breakfast, we’d arranged to meet up with Jhosef’s friend, Sergio. We headed to a local bakery for some pastries, chatted for a good while over coffee, and I thanked him for the restaurant recommendation from the day before.

Tras pasar esa noche cenando patatas fritas y viendo la segunda mitad de una película de Batman en el hotel, nos encontramos de viaje otra vez más el día siguiente. Habíamos quedado en desayunar con un amigo de Jhosef, Sergio. Fuimos a una panadería local para tomar unas napolitanas y charlar sobre un buen café, y aproveché para agradecerle la recomendación de restaurante del día anterior.

Cuando Sergio se tuvo que ir a trabajar, Jhosef y yo nos bajamos a las profundidades del metro de Bilbao por primera vez, subiéndonos al tren equivocado para pasar el día en Getxo. Tras cambiar trenes a uno que realmente iba a donde queríamos ir, llegamos en Algorta, un pueblo costero muy bonito famoso por su puerto viejo.

Nos cansó bastante la vuelta que dimos bajo el sol intenso (un evento algo raro en el norte), así que nos sentamos en la terraza de un pequeño bar para comernos algo y tomar una cerveza. La especialidad del sitio eran las gildas, y Jhosef se convirtió en un fan tras probar la primera.

Luego bajamos al puerto viejo, pasando por unas calles estrechas de casas pequeñas y nos llevaron al mar. Durante el descenso al puerto, pasamos por el lado de un restaurante que tenía una terraza enorme cubierta por las ramas de unos árboles, y decidimos que volveríamos a este sitio para comer después de echar un rato al lado del mar.

El puerto era muy bonito pero bastante pequeño, así que pasmaos mucho tiempo por allí – una decisión facilitada por el hecho de que el sol ya brillaba directamente encima y así amenazaba con quemarme mi piel anglosajona. Evité las quemaduras con la ayuda de un paraguas… vaya imagen tenía que ser.

Tras un rato viendo cangrejos volvimos a la terraza que mencioné, donde nos sentamos para disfrutar de una de las comidas más largas que he experimentado jamás. En este pequeño pueblo parecía que se frenaba el tiempo, y al final echamos unas cuatro horas comiendo, bebiendo y hablando, entre los dos pero también con la camarera maja que nos puso una serie de platos locales deliciosos.

Eventualmente decidimos seguir con lo que quedaba de nuestros planes, impulsados por la brisa que se había manifestado y la capa de nubes que había empezado a echar sombra sobre la costa. Queríamos aprovechar de la oportunidad de pasear por el paseo marítimo, así que bajamos a la playa y pasamos media hora o así cruzando la longitud de la misma. Mientras Jhosef se mojaba los pies en las olas, yo me puse a recoger cosas, pillando un par de conchas que ahora las tengo puestas al lado de una planta en mi piso.

Una vez llegados al otro lado de la playa y tras un intento fallado de coger un bus, decidimos acercarnos a la ría en pie. Aquí quería ver de cerca el puente Bizkaia, el primero de su tipo que aún sigue en funcionamiento, cruzando el Río Nerbioi antes de su llegada al mar.

Para ver mejor el puente, Jhosef y yo bajamos por otra escalera de concreto que daba a las aguas agitadas de la ría. Tras un momento de vertigo causado por la estela de un barco, subimos de vuelta a tierra firma y nos subimos a la plataforma al lado del puente. Allí sacamos algunas fotos más antes de coger el metro de vuelta a Bilbao – deteniéndonos para tomar un par de pintxos más y un vaso de vino, por supuesto. ¡Que no falten!

Esa noche, la última que íbamos a pasar en esta gran cuidad, no era nada aburrida. Tras un día de pie no queríamos irnos lejos buscando un restaurante, así que bajamos al bar de al lado del hotel para cenar unos cuantos pintxos más. Por no haber pensado en revisar la previsión de tiempo antes decidimos ponernos en la terraza – y ya seguro que te puedes imaginar justo lo que pasó después.

Después de disfrutar de un día bastante soleado hasta aquel momento, ya tocaba que el clima vasco se torciera. En un instante el calor del día se fue y vino una tormenta eléctrica tocha, que nos dejo empapados pero no nos podía quitar los ánimos: en vez de buscar asilo dentro del bar, decidimos aprovechar al máximo la lluvia, ¡grabando una parodia del videoclip de el temazo “All The Things She Said”!

Ahora completamente empapados, subimos a nuestra habitación tras pagarle la cuenta al dueño perplejo del bar, y llegó nuestro último día en la ciudad. Ya que teníamos el autobús de vuelta a Madrid a las 4pm, era un día algo raro porque no queríamos irnos demasiada lejos por si llegásemos tarde a la estación – pero aún así aprovechamos del día.

La mañAna comenzó con un paseo por la otra orilla del río, pasando por detrás de la arquitectura torcida del Guggenheim y hasta el casco viejo. Una vez allí, exploramos algunas de las calles que no habíamos visto durante la primera visita, y pasamos por una pastelería para comprar unos regulas para nuestros amigos, compañeros y familia en Madrid.

Volvimos al hotel tras un último vermú, habiendo decidido que sería buena idea comer en el restaurante al lado del hotel para poder luego recoger las maletas y subir la pequeña distancia a la estación de autobús cuando tocase. Disfrutamos un menú entero en la misma terraza que nos había dejado empapados la noche anterior, y acabamos nuestro viaje con un helado y una copa de vino.

Pagada la última cuenta y recogidas las maleta del hotel, los dos tuvimos que subir con algo de prisa al autobús, llegando justo a tiempo para figurar entre los últimos en subirse al autobús. La gran comida nos sirvió para dejarnos dormidos durante el viaje de vuelta, y nos encontramos en Madrid dentro de casi nada.

Lo único que me queda decir es que me lo pasé fenomenal en Bilbao – pero creo que esta admiración hacia el lugar se ha hecho evidente e a lo largo de esta entrada de blog. Gracias a Jhosef por surgeries la idea de pegarnos una escapada y luego por aguantarme durante los cuatro días que viajamos juntos, y también a mi compañera María, una vasca sin cuya guía no hubiéramos hecho ni la mitad de lo que hicimos ni hubiéramos comido la mitad de los platos locales que problemas.

Bilbao, ya esteré de vuelta. Hasta entonces, ¡agur!

05.06.21 — Diario

Muchos mimos

Al final de mi última entrada, especulé si podría ser capaz de viajar un poco este verano, ahora que España está quitando las restricciones después de que el gobierno central desactivara el estado de alarma hace un par de semanas. Bueno, podría parecer que mis oraciones han sido escuchadas, ya que cuando empiezo a escribir este blog, estoy sentado en el escritorio de una encantadora habitación de un hotel en Bilbao donde las nubes grises finalmente han partido y parece como que vamos disfrutar de un día radiante. 

Sin embargo, las historias sobre mi actual viaje hacia el norte de España tendrán que esperar hasta la siguiente entrada del blog, ya que nos tenemos que poner al día – o debería decir más bien que yo me tengo que poner al día, puesto que llevo el blog algo abandonado durante estas últimas semanas…

Retomamos el hilo una semana después de las quedadas con mis amigos por mi cumpleaños, y otra semana de trabajo la cual estuvo marcada por encantadoras tardes con mis amigos. Una tarde me encontré con Sara y Jhosef en una agradable terraza cerca de mi casa, donde pudimos complacernos con una generosa selección de tapas antes de ordenar dos enormes raciones para compartir: una de calamares y otra huevos rotos con jamón. 

Otra tarde en la misma semana supuso otra celebración de cumpleaños, y en esta vez con Hugo. En esta ocasión, los cuatro nos dirigimos a un restaurante italiano del cual sabia que Hugo era fan y nos deleitamos con deliciosos platillos, incluyendo un postre que vino recomendado por una compañera, todo esto entre muchas risas en compañía además de un grato vino blanco.

Me flipan las gambas acompañadas por una salsa picante de tomate.

Hinchado de pasta y bien contento gracias al vino, me monté en una bici para volver a casa, y pasé por algunos de los sitios que había visitado la primera vez que visité Madrid en el 2015. Pasé por el Instituto Cervantes, el Banco de España, Cibeles y la estación de Atocha. Al llegar en casa, puse las luces de un color morado relajante y me tumbé con un libro para descansar.

Menciono el libro porque últimamente he vuelto a leer mucho – de hecho, he acabado tres libros en los últimos quince días. Sin querer que esta entrada de blog se volviera en una reseña del libro (odiaba con todas mis fuerzas tener que escribirlas en la primaria), detallaré muy encima la experiencia ya que creo que son tres obras interesantes:

El primer libro fue una novela que recibí gracias a un intercambio de libros anónimo que hice en Instagram. Lo compartí así sin más, dudando que saliera algo, ¡pero al final me enviaron dos libros! El primero fue este, Los renglones torcidos de dios de Torcuato Luna de Tena. Como bien se nota, es una novela española y representó la primera vez que leí libro entero en mi segundo idioma. No supuso una lectura fácil, tanto por la necesidad constante de consultar terminología desconocida o lenguaje florido como por el tema de que se trataba: la vida dentro de un hospital psiquiátrico antiguo. El título supone una ventana al contenido del relato, para el cual Luca de Tena fingió una enfermedad mental para poder ingresar en un hospital psiquiátrico para así vivir la experiencia de manera infiltrada y de primera mano. Esta experiencia se nota por la capacidad del autor de construir y mantener el suspense dramático hasta la última página. Una obra literaria bien recomendable.

El segundo libro fue una biografía. No suelen gustarme mucho los libros biográficos, pero hice una excepción en este caso tras ver un documental corto en YouTube que contaba la vida de una mujer extraordinaria. The Trauma Cleaner: One Woman’s Extraordinary Life in the Business of Death, Decay, and Disaster (La limpiadora del trauma: la vida extraordinaria de una mujer en el negocio de la muerte, la descomposición y el desastre) de Sarah Krasnostein cuenta la vida turbulenta y a veces muy triste de Sandra Pankhurst. El libro explora – de una manera que a veces carece de detalles específicos gracias a la amnesia de Pankurst que se supone que se ha provocado por el trauma que sufría – su infancia como un niño adaptado y maltratado, su transición a una mujer y luego su rol como fundadora de una empresa dedicada a la limpieza de trauma. Para los que no sabéis – como yo antes de coger este libro – este tipo de limpieza trata de limpiar sitios donde ha ocurrido algún tipo de trauma, como el lugar donde alguien se ha matado, se ha suicidado o incluso las casas de acumuladores compulsivos. Aunque este libro volvió a tratar de un asunto que no es fácil de leer, era algo refrescante aprender sobre algo que la sociedad suele ignorar y también ver la compasión – que nace seguramente de una empatía por parte de Sandra dadas sus experiencias traumáticas personales – con la que Pankhurst trata cada caso.

En último lugar tenemos el tercer libro y nos encontramos enfrentándonos nuevamente con un tema que es igual de singular pero algo más alegre: la gramática y la puntuación. Escrito por una ex-revisora de The New Yorker, Between You & Me: Confessions of a Comma Queen (Entre tú y yo: las confesiones de una reina de las comas) de Mary Norris fue una exploración jovial pero profunda en el uso del lenguaje y la puntuación con la que salpicamos nuestras frases en una manera que – como diría Norris – suele ser bastante descuidada. Me sedujo la parte de su título que habla de “la reina de las comas”, ya que mis amigos me suelen llamar para que les corrija sus ensayos porque bien saben que soy un tiquismiquis insufrible con el uso de las comas (en español aún no tengo el tema dominado, tened paciencia). Norris no decepcionó nada, profundizando mucho en los mecanismos del idioma inglés (aunque en inglés americano, del cual no soy muy fan) con un tono desenfadado pero muy informativo.

Ahora ando leyendo otro libro, pero por ahora concluyó esta sección de club literario por no querer aburrir a quienes no estéis interesados. Si te ha interesado esta sección, déjamelo saber. Quizá se pueda desarrollar más como una parte de mi blog.

Bueno, volvamos a más noticias de Madrid. Tan solo un día después de las celebraciones del cumpleaños de Hugo, me encontré bajando en bici al piso de Luis con una botella de vermú en la bolsa. Sentados en su terraza privada, Luis, dos de sus amigas y yo nos pusimos a contar anécdotas mientras picábamos jamón y cecina. Acabó la noche con un baile a unos éxitos de los 80, ya que tuvimos que bajar la comida y el alcohol que había estado fluyendo durante toda la noche.

48 horas más tarde y me volví a ver con Luis, esta vez para coger el metro al norte de la cuidad y a Sunday Service, un evento organizada por mi compañera Blanca para lanzar su línea de joyas personalizadas hechas a mano. La inauguración de Tony Blanco tomó lugar en un estudio fotográfico, donde disfrutamos pizza y cervezas mientras nos poníamos al día con viejos y nuevos amigos. También existía la oportunidad de que nos hicieran un retrato o un tatuaje – pero por ahora pasé.

Tras el Sunday Service, María se apuntó a unas cervezas más y una comida ligera con Luis y yo en el centro. Tras la llegada de un par más de amigos de Luis, María se tuvo que ir y los que quedábamos bajamos a Chueca para seguir nuestra tarde de terraceo con unos gintonics.

Esta tarde de copas habría sido buen plan si no fuera – como algunos habréis deducido del nombre “Sunday Service” – un domingo por la tarde. La quedada me dejó con algo de dolor de cabeza el lunes por la mañana, pero se me había pasado ya por la tarde, así que quedé con Jhosef para sacarle del barrio para montarnos en bici y subir al norte de la ciudad.

Cogiendo dos BiciMad, los dos subimos por el tramo oeste del Río Manzanares. Esto nos llevó a un sitio que había descubierto yo hace unos meses, y allí paramos un rato antes de seguir hasta llegar en un puente que cruza la autopista principal que sale por el norte de la ciudad. Allí nos detuvimos un rato, empapándonos en las vistas de la ciudad y el atardecer que brillaba sobre la sierra en el oeste.

Al volver a casa me entraron unas ganas inesperadas de hacerme un chocolate caliente al estilo británico. Fijándome en como se hacen en una cadena de cafeterías británica, me puse a crear una taza de chocolate con cacao, leche, azúcar, nata montada y un toque de canela en polvo. Entre el chocolate, la iluminación ambiente que he configurado en mi casa y una mascarilla facial, disfruté de una buena noche de mimos.

El finde pasado seguí con el tema de los mimos cuando Bogar y yo volvimos a Hammam. La última vez que visitamos los baños árabes fue justo antes del inicio de la pandemia, así que apetecía mucho volver a meternos en los baños termales, sudar en el baño turco y que nos quitasen todos los agobios mediante un masaje relajante. Una vez revividos, bajamos en bici a nuestro barrio y nos sentamos a cenar en nuestro bar favorito. ¡No hay mejor manera de acabar un finde!

Con esto dicho llegamos a la semana pasada, que se fue volando gracias a unos días atareados en la oficina y el saber que me esperaban cuatro días de viaje a Bilbao con Jhosef. Como dije al inicio de esta entrada, aquí sigo en el hotel mientras escribo esto, aunque seguramente no me pongo a editar y subir las fotos hasta estar ya de vuelta en Madrid.

Por ahora, voy a disfrutar los dos días que me quedan aquí en esta ciudad preciosa, pero bien sabes que estaré de vuelta por aquí lo antes posible para compartir fotos y historias de mis vacaciones por aquí. ¡Hasta entonces!