El purgatorio

Este pequeño relato recuenta las dos semanas que pasé en la sala de espera de un juzgado en mi pueblo después de que me llamasen a formar parte de un jurado popular. Todo es fiel a la realidad de mi experiencia.

El primer día llegué temprano al juzgado, junto con los demás ciudadanos convocados y con miedo a la ley. Pasé un agobio totalmente irracional mientras me arrastraba los pies por un detector de metales, pensaba que quizá hubiese dejado un cuchillo carnicero en mi zapatilla. Desde allí me dirigieron hasta la primera planta y por el pasillo setentero más deprimente del mundo. Aún me cuesta creer que estaban de moda jamás el hormigón expuesto, la moqueta de verde oliva, los techos de pino teñido y los detalles cromados. Hasta en estos tiempos de Trump me rehuso a aceptar que la humanidad se rebajó nunca a semejantes bajos.

Bueno, al final del pasillo de la miseria me vi enfrentado por una puerta muy acogedora: un mamotreto de madera con una ventana enana de cristal ignífugo, del tipo que resulta casi opaco debido a la retícula de alambres que contiene dentro. Digité en ella el código facilitado por el tipo barrigón del detector de metales, vi que fui el primero en llegar y me senté en una silla incómoda que ni mi dentista hubiera aceptado en su despacho de mierda.

Esta fue la sala en la que esperaríamos a ser llamados a un juicio, si es que tuviéramos la «suerte» de ser seleccionados para asistir a uno. Los demás empezaban a llegar uno a uno, pero ninguno sabíamos que tardarían casi una semana en llamarnos a formar un jurado. Por eso, y solo dentro mi propia cabeza por supuesto, empecé a referirme a esta sala como el purgatorio.

La primera semana en el purgatorio no fue la más emocionante. Vaya, que no hicimos absolutamente nada. Me rasqué la barriga, leí unas novelas cutres que había pescado del fondo de mi ático y pasé cada día rezando para que la batería de mi viejo móvil aguantara la espera de siete horas. Conversaba con mis compañeros, los otros potenciales miembros del jurado, pero eran conversaciones chorras para distraerme de lo que más deseaba: que me dejaran entrar en la sala VIP.

La sala VIP era un espacio que antes había sido la sala de fumar, una caja de cristal en el fondo que estaba reservado para los que habían pasado ya al menos una semana pudriéndose en el purgatorio. Tras una primera semana de aburrirnos hasta bordar la locura, salimos el viernes por la tarde con muchas ganas de volver el lunes y poder pisar el suelo dorado de la sala VIP. Esto sería mucho más emocionante que un finde de inhalar aire fresco y ver la luz del sol, siendo estas actividades que ya nos eran conceptos extraños.

Pero nada, llegó el lunes y al entrar en la mítica sala VIP me decepcioné. Los sofás eran un toque más esponjosos, había una pantalla que mostraba los próximos juicios y encontramos una caja de dominós, unas piezas de ajedrez y una baraja de cartas. A todos estos juegos les faltaban unos cuántos componentes y la información de la pantalla era tan útil como las chorradas que estábamos comentando. Los temas de conversación cambiaban entre el nuevo detector de metales y la dificultad de encontrar un canguro durante estas semanas, así que en nada me volví desinteresado.

No es de sorprender que durante esta segunda semana y a solo quince minutos de haber llegado me quedé completamente frito en uno de los sofás morados con las manchas sospechosas. Eventualmente me despertó un ujier comprensiblemente descontento y me dijo que me pusiera en primera línea de la fila ya que yo era el miembro número uno del jurado seleccionado. A dicho ujier le informé que antes de meterme en la fila que me iba al baño, procediendo así a retrasar el proceso aún más. A ver, ¿cómo se supone que iba a prestar atención a las evidencias ni juzgar bien mientras moviéndome nerviosamente en mi silla rezando que mis músculos pélvicos fueran lo suficiente fuertes?

Resulta que la micción era el arma más poderosa en mi arsenal de herramientas para molestar al personal del juzgado. En un momento durante los testigos me encontré necesitando ir al baño de nuevo, así que alcé la mano. Transpiró que el juez estaba al punto de convocar un descanso así que al final no causé tanto drama, pero aun así me aseguré de informarle al ujier después que si me hubieran dejado allí un rato más que hubiera pedido al juez una fregona.

El ujier no fue el único en acabar molesto por mis tonterías, también le tocó sufrir al encargado de vigilarnos mientras estábamos en el purgatorio. Después de amenazarle con cometer un crimen tan solo para que me arrastrasen a la sala del juzgado para poder disfrutar de su aire acondicionado mejorado, acabé intentando reunirles a mis compañeros para que nos manifestáramos en protesta de la falta de acceso a café y picoteo debido al cierre de la cantina del juzgado.

Es verdad que nos habían enviado una carta avisándonos de este cierre la semana anterior, pero un día nos metieron en la cantina abandonada mientras unos futuros jurados ocupaban todo el espacio en nuestro querido purgatorio. Aquí fue donde mi inquietud, falta de respeto a la autoridad e intromisión me llevaron a descubrir que la puerta que daba a la cocina no se había cerrado con pestillo. Sin pensármelo dos veces me metí, aunque no encontré nada de comer dentro de las neveras apagadas. Eso sí, al volver a la cantina avisé a mis compañeros que había encontrado un juego de cuchillos y que podríamos utilizarlos para tener a los empleados secuestrados hasta que se cumplieran nuestras demandas para picoteo gratis. Por alguna razón no le interesaba mi plan a nadie, así que tuve que buscar otras maneras de hacer travesuras.

Eso lo logré al intentar sobornar al encargado de seguridad para que me dejara pasar sin el jaleo de que me repasaran la mochila: le ofrecí una bolsa de Doritos picantes. No coló, pero no me importaba ya que así podía contribuir mis Doritos al bufé que estábamos montando una compañera y yo. Ella me superó, se había tomado la molestia de comprar unos platos de papel del supermercado para colocar de manera bonita las galletas que había traído. Es esa la definición del compromiso.