Después de un día ajetreado en Hiroshima, una vez más madrugo para salir de Osaka y aprovechar de mi último día de validez en mi abono de tren. Esta vez no iba solo, ya que se apuntaron a la excursión Inés y su amiga Joob.
Pues me perdí nada más llegar a la estación de tren de Namba, pero una vez conseguí algo de cobertura en el móvil pude encontrar el andén correcto y buscarlas a las dos. Desde allí nos subimos al tren con destino a Nara, una ciudad conocida por los ciervos (mayormente) amables que andan libremente por su centro.
Había pensado que hacía calor durante mi excursión a Hiroshima, pero madre mía que bochorno había al bajarnos del tren en Nara. Cogimos un bus fresco hasta el Parque de Nara, un espacio abierto que se encuentra lleno de ciervos. No teníamos tiempo para parar y observar, sin embargo, porque andábamos con mucho hambre. Inés había buscado un restaurante que tenía buena pinta así que la seguimos hasta la chincheta que tenía en su mapa.
Resultó estar cerrado el restaurante por una boda, así que cruzamos un puente y nos topamos con otro restaurante que también estaba chapado. Eventualmente nos topamos con una pequeña cafetería que ofrecía unos platos de curry para comer. Ahora tan sudados como andábamos hambrientos, nos descalzamos según es costumbre y nos metimos dentro.
El local era tan bonito como la presentación de la comida.
El interior consistía en una serie de salas de madera con mesas bajas y cojines para que nos sentáramos en el suelo, algo que me tenía con dolor de espalda hasta que Inés me enseñó la postura correcta a adoptar. La comida se sirvió con una presentación igual de bonita que la decoración. Al final supo igual de bien que lucía. ¡Menudo descubrimiento de sitio!
Desde este restaurante volvimos a cruzar el puente, parando para apreciar el paisaje espectacular ahora que no nos encontramos pensando solamente en la comida. El puente nos llevó al parque, donde compramos unos helados para refrescarnos y echamos un rato viendo los ciervos pasear por el césped.
Esta señora se quedó así de tranquila en medio de la calle.
Desde allí nos acercamos a Tōdai-ji, un templo que Inés había identificado como un sitio a visitar mientras andábamos por Nara. Dentro de las puertas imponentes nos encontramos rodeados por muchos turistas y aún más ciervos. Evitando chocarnos contra uno de estos animales graciosos, nos dirigimos hasta el edificio impresionante principal del complejo.
Estos bichos iban caminando tranquilamente por todos lados.
Dentro del santuario nos encontramos frente a una estatua enorme en bronce de Buda. Caminando alrededor del monumento, aprendimos sobre la historia de las varias iteraciones del templo y las costumbres asociadas con él. ¡Menuda paciencia tenían para reconstruir el complejo multiples veces tras incendios y terremotos! Pero eso sí, los modelos que recreaban cada versión del diseño supusieron una mirada atrás muy interesante al legado arquitectónico de Japón.
Después de sacarnos unas fotos (salimos un poco regular por el calor así que no las subiré aquí), salimos del templo en busca de un sitio para sentarnos y beber algo. Refugiándonos en una cafetería, miramos los turistas alimentar a los ciervos en la plaza de abajo y decidimos que haríamos la mismo al volver al exterior. Pero antes, queríamos quedarnos un buen rato bajo el aire acondicionado…
Compramos unas tortitas de arroz al salir de la cafetería y nos acercamos al césped y al grupo de ciervos. Tras fijarme bien en lo que hacían los demás, sabía que gestos había que hacer y que debería seguir la siguiente rutina:
Hacer una reverencia al ciervo
El ciervo luego te hace una reverencia de vuelta
Darle una tortita al ciervo
Enseñarle al ciervo las palmas vacías de tu mano para indicar que ya no quedaba comida
Este último paso no me funcionaba tan bien, sin embargo. Será que había migas en mi bolsa o en mi persona, porque en nada me encontraba siendo perseguido por un par de personajes muy insistentes. Era gracioso al final y eventualmente se juntaron con el resto de los ciervos a sentarse en el parque después de un día largo de comer de las manos de los turistas. Realmente la ciudad es de ellos, son ellos los que nos dejan visitar.
Eventualmente salimos del parque y volvimos al centro urbano de Nara para cenar un plato típico de la zona: anguila a la parrilla, que resultó estar muy rica. De camino al restaurante, nos tenían entretenidos los ciervos. Hacían actividades humanas como esperar en cruces de cebra, seguirse en fila y hacer reverencias a gente que pasaba cerca para ver si alguien les dejaría unas tortitas de arroz. Están obsesionados, cosa que yo no entiendo porque probé una tortita y sabía a cartón…
Mientras nuestro tren iba pitando por el campo de camino al centro de Osaka, me quedé reflexionado sobre la maravilla de sitio en el que había estado. A pesar del calor – un constante durante mi viaje por Japón – visitar Nara había sido como pasar a otra realidad en la que los humanos y los animales están en una misma jerarquía. Fue una verdadera pasada: la única contra fue que teníamos que quitarnos la caca de las zapatillas al irnos. ¡Ningún guía menciona este dato!
Aquí estamos Inés y yo quitándonos la caca de las suelas.
Después de tan solo un día y medio en Osaka, me tocó levantarme pronto y salir del hotel para aprovechar de los dos días que me quedaban del Japan Rail Pass. Este era el abono que usé para viajar por todo el país en sus famosos trenes bala. Aunque llegué a la estación de tren a las 10:30am, de alguna manera conseguí perderme el tren y por eso acabé llegando en Hiroshima sobre las 2pm, la hora más calurosa del día.
Seguro que al escuchar «Hiroshima» se os producen imágenes de una ciudad antigua y devastada por la bomba, pero saliendo de la estación de tren vi que se parecía mucho a las otras ciudades japonesas que había visitado durante mi viaje. Supongo que se debe a la bomba misma: todo se tuvo que reconstruir después del bombardeo y por eso ahora es una metrópolis moderna.
Para mí, Hiroshima había sido hasta ese momento tan solo el nombre de una tragedia. Era hora de ponerle cara a la ciudad.
Aunque me hubiera gustado ver las otras partes de la ciudad, las altas temperaturas y el tiempo limitado que tenía durante mi excursión de un día hicieron que me enfocase en lo que la hace única: el Parque Memorial de la Paz. Para llegar hasta allí, descarté rápidamente la idea de caminar por el calor húmedo y me subí a un autobús que me llevó sobre el río y hasta ese lugar histórico.
Bajando del autobús, empecé a caminar por el parque, que está ubicado cerca del epicentro de la explosión y en una zona en donde antes se encontraba el centro de la antigua ciudad. Me topé con una estructura pequeña por el camino así que entré, que fue cuando descubrí que contenía una excavación arqueológica que había hallado el suelo quemado de una casa destrozada. Estos restos me impactaron mucho más que los varios monumentos y placas informativas que salpican el parque, una sensación que se amplificó aún más ya que me encontraba completamente solo dentro del edificio. Fue la primera vez que me encontré enfrentado por la realidad de lo que pasó en Hiroshima en 1945 y me hizo reflejar sobre los horrores de la guerra.
El próximo momento impactante vino al llegar al famoso Monumento de la Paz. Este consiste en los restos de un antiguo centro de exhibiciones que que bombardeó pero milagrosamente se encuentro aún de pie. Siendo el único edificio que no se derrumbó al explotar la bomba nuclear en el cielo sobre la ciudad, supuso un espectáculo inquietante, pero supongo que así es la mejor manera de visualizar el poder destructivo de este tipo de armas. Imaginarme un paisaje en el cual se encontraba este edificio completamente solo se me hizo muy extraño, aún más dado que ahora los rascacielos y carreteras de la ciudad moderna rodean el Parque Memorial por todos lados.
El Monumento de la Paz es envocador e impactante, como debe ser.
Luego visité algún momento más en el Parque Memorial, entre ellos la Campana de la Paz, que la tañí según las instrucciones en una placa a su lado. Entonces crucé un puente en busca del siguiente sitio que quería visitar, parando un momento en un Family Mart para recuperarme bajo su aire acondicionado y pillar un helado y una bebida para refrescarme un poco.
Esta ruta me llevó sobre otro cuerpo de agua y hasta el ninomaru del Castillo Hiroshima. Esta fortificación parece ser muy antigua, pero realmente es una recreación exacta ya que la original se derrumbó durante el bombardeo. Pasando por la puerta de la estructura y a una isa artificial, empecé a explorar sus jardines bonitos. Al dirigirme hacia el norte, eventualmente llegué al castillo en sí, otra reconstrucción del original.
Al salir, vi lo que parecía ser los restos de un búnker en las afueras del santuario Hiroshima Gokoku. Al acercarme a las paredes de hormigón, un señor mayor se me acercó y empezó a hablarme en japonés. Viendo la confusión en mi cara, me repitió la palabra “búnker” e hizo un gesto para que le siguiese. Me sorprendí al verle apretujarse por una entrada estrecha y hasta el interior de la estructura. Repitió su gesto para indicarme que hiciera lo mismo, cosa que me sentía obligado a hacer, así que ahí me metí.
Por dentro, el espacio se había reclamado por la naturaleza, pero aún se veía aperturas en el hormigón a los que hacía gestos el señor mientras me explicaba no sé qué cosa en japonés. Aunque no entendía nada, apreciaba mucho sus ganas de enseñarme el búnker: no me hubiera metido si no fuera por él. Tras unos minutos, volvimos a la luz del día y recité mis frases más respetuosas en japonés para darle las gracias mientras le hice una reverencia.
Desde allí, salí del complejo del Castillo Hiroshima e hice una parada rápida en el Gran Torii, una puerta japonesa conocida por aguantar el estallido de la bomba atómica. Me dirigí haste el este y a los Jardines de Shukkeien, un lugar tranquilo para ponerle fin a un día ajetreado por la ciudad.
Los jardines estaban salpicados por una selección de sitios bonitos, entre ellos un puente de piedras, estanques llenos de carpas koi, todo tipo de árbol y plantas y hasta una estructura pequeña de madera en las orillas del agua. Me descalcé según indicado y me senté bajo la sombra de este pequeño edificio, descansando mi cuerpo y mente mientras la tarde pasó a ser la noche.
No había mejor sitio para descansar tras un día de pie.
Ya cansado después de mi excursión, me levanté, salí del jardín y me subí a un autobús de vuelta a la estación de tren. Ahí pillé algo para cenar y esperé al siguiente tren bala a Osaka, donde Inés tenía una última sorpresa antes de que acabara el día: ¡tocaba ir de karaoke!
Tras una ducha rápida en el hotel para refrescarme y revivirme un poco, me acerqué al sur de Osaka y a un karaoke donde había reservado una sala con sus amigos. Andaba cansado, pero me flipa el karaoke, así que no podía irme de la cuna del mismo, Japón, sin echarme un rato cantando mal.
Pagué la entrada, me puse una bebida rara que parecía leche y entré en la sala 19, donde Inés me presentó a sus amigos y antiguos compañeros de casa. Luego cantamos unos temazos clásicos de Europea y observamos mientras los demás cantaban una variedad de canciones de todo el mundo y en muchos distintos diisomas. Hubo canciones en japonés, chino, coreano, alemán, inglés y hasta en español. ¡Hubiera sido una falta de respeto no haber cantado Aserejé y la Macarena para todo el mundo!
Ya completamente agotado y con la hora del cierre del metro cada vez más cerca, Inés y yo nos despedimos y volvimos a nuestros hoteles respectivos. Había sido un día loco de momentos sobrios y luego hilaridad absoluta, así que sin duda tocaba descansar antes del día siguiente. Había un plan para ese día que nos vería volver a salir de Osaka en otra excursión, pero eso ya lo tendré que contar en mi siguiente entrada de blog…
El tren de Arima nos llevó a Inés y a mí a Osaka, la ciudad en la que ella lleva viviendo un buen rato y dónde yo iba a pasar los últimos de mis días en Japón. Después de hacer transbordo al metro de la cuidad, me despedí de Inés al bajarme en la parada de mi hotel.
La habitación que me pusieron estaba situada en la primera planta de habitaciones justo encima de la recepción, lo cual hizo que la llegada fuera fácil, pero al entrar en ella vi que el cristal de la ventana estaba difuminado por privacidad. Esto me hizo sentirme algo claustrofóbico, así que pregunté si había otra habitación en una planta más alta que tuviera una ventana transparente. Por suerte sí que hubo, así que me enviaron a la planta 13, ¡la última de todas!
Tras deshacer la maleta, echarme la siesta y ducharme, salí para volverme a reunir con Inés y para buscar algo de cena durante un paseo nocturno por la ciudad. Inés quería llevarme a un restaurante en particular, pero por más que buscásemos no éramos capaces de encontrarlo. Las vueltas que dimos buscándolo nos llevaron a describir unos callejones preciosos y hasta un santuario en medio de una plaza, pero como había bastante hambre, encontrar un sitio para cenar era prioridad número uno.
Eventualmente descubrimos que no podíamos ubicarlo porque estaba cerrado por vacaciones y por lo tanto faltaban las luces brillantes y los paneles con la carta que de normal se encontrarían tapando toda la fachada. Preparada como siempre, Inés me llevó a un sitio que tenía fichado como opción de respaldo, pero para entrar en este segundo lugar había una cola importante y ya era bastante tarde.
Al final nos conformamos con un ramen. El plato estuvo rico pero no tenía nada que ver con el ramen de otro mundo que yo había probado en Kioto. Hizo lo que tenía que hacer, sin embargo, quitándonos el hambre para que pudiéramos volver a pisar las calles y explorar Osaka de noche.
La ocupada vía principal de Namba me recordó un poco a Tokio.
La mayoría de nuestra tarde la pasamos por el río, una zona bonita llena de linternas, bares, puestos, tiendas y el amientillo de los que habían salido a pasar unas horas. Sorprendidos por la cantidad de gente que había (siendo aquel día un martes), eventualmente encontramos una mesa y nos sentamos a bebernos un refresco de uva y bailar un poco a la música que el dueño del puesto tenía puesta en su altavoz.
La siguiente mañana desayuné en el hotel y luego bajé al metro, donde pude meterme en precisamente el mismo tren y coche en el que ya andaba Inés. Esto fue gracias a la señalética extensa y la organización minuciosa de los ferrocarriles japoneses y los datos correspondientemente detallados que te facilita Google Maps allí.
Reunidos, nos acercamos a otro barrio de la ciudad para ver el Tenjin Matsuri, un festival que toma lugar cada julio. Durante estas celebraciones, las calles se llenan de procesiones que acaban convirtiéndose en un desfile de barcos que pasan por el río por la tarde.
Esta foro parece que la saqué hace 30 años.
Al encontrar la zona por la cual pasaría el desfile, buscamos un bar para tomar algo puesto que ya andábamos cansados y sedientos por el calor opresivo del día. No nos convencía un bar que encontramos apestando a humo, pero tampoco nos apetecía seguir dando vueltas así que nos plantamos en unos taburetes giratorios de madera en la barra y pedimos algo.
Pronto descubrimos que la dueña del bar era la más. Nos puso unos zumos recién exprimidos y nos ofreció unos sándwiches, cosa que no podíamos rechazar ya que también teníamos hambre. Nos preguntó de dónde éramos y le dijo a Inés que era muy guapa, un cumplido que lo siguió con un regalo para Inés en la forma de una vestido tradicional. Fue un gesto muy bonito y había sonrisas por todo el bar hasta que se oyeron los golpes de unos tambores.
Resulta que sin darnos cuenta nos habíamos metido en un bar que se encontraba justo en la misma calle de la ruta del desfile. Todo el bar (la dueña incluida) salió a la calle para unirse a la multitud en la acera y ver el festival pasar. Hubo una mezcla impresionante de distintas carrozas y grupos de gente de todas las edades.
Me empecé a preguntar como estaban aguantando el calor…
Un grupo que hubo en el desfile era de unos jovenes que pasaban agitando unas cabezas de león, una escena que era bastante graciosa hasta que uno de ellos se la quitó y se tiró al suelo. Quedaba claro que estaba sufriendo por el calor, así que de la nada aparecieron muchas personas con abanicos, ventiladores, agua y más. Unos médicos llegaron y lo llevaron al interior del bar, donde Inés y yo nos turnamos para echar una mano con abanicarle mientras le quitaron las infinitas vueltas de faja que le envolvían. ¡Normal que lo estuviera pasando mal!
Al final se estabilizó justo al llegar unos médicos de la ambulancia para llevarlo con ellos. Poco tiempo después también nos fuimos, siguiendo a la aglomeración mientras se movía por las calles. Tuvimos que navegar entre toda esta gente y los puestos de comida callejera para llegar a las orillas del río.
Vimos unos barcos pasar con su música y bailarines, pero el calor empezó a pegarnos a nosotros también así que nos fuimos a buscar un sitio algo más tranquilo. Cruzamos un puente que estaba petado de gente, donde intentamos sacar unas fotos sobre el agua hasta que nos riñeron por detenernos. Al volver a tierra firma encontramos una estación de metro y por ende unos baños que habíamos estado buscando durante un buen rato.
Después de usar el baño y comernos un poco de comida del Family Mart, volvimos al río para buscar un sitio desde donde ver los fuegos artificiales que marcan el final del festival.
Allí disfrutamos de un espectáculo visual, con unos cuantos barcos pasando acompañados por música y danza. Toda esta escena estuvo marcada por una secuencia de fuegos artificiales que iluminó el cielo y creó un ambiente eléctrico que parecía que toda la ciudad había salido a experimentar.
Cuando nuestros pies ya no podían más, volvimos al centro en el metro y nos metimos en un bar para tomarnos algo y ponerle fin a un loco primer día pasado en Osaka. Claramente no iba a ser el único día que iba a pasar allí, pero al acostarme esa noche ya tenía un plan para el siguiente día que me vería irme de excursión para poder explorar más de las ciudades fantásticas que tiene Japón.
¿A dónde iba? Pues eso tendrá que esperar a la siguiente entrada de blog…
Retomo mi cuento de Japón en el segundo tren bala, esta vez saliendo de Kioto. Después de un viaje relativamente corto, me bajé en Kobo, la ciudad conocida por su ternera famosa. No obstante, hace tiempo que no como carne roja, así que no fui a buscarla. En cualquier caso, yo tenía otros planes que suponían coger un par de trenes locales por las montañas y hasta el pueblo de Arima.
El metro de Kobe me dejó con un último tren a coger, o eso pensaba. Mientras el vagón antiguo y bonito subía por las montañas, Google Maps me informó que debería cambiar de tren a otro que parecía que era el mismo en el que ya me encontraba. Me quedé sorprendido porque Google Maps había sido muy preciso en Japón hasta ese momento: me decía por cual boca debía entrar, cuanto me costaría todo y hasta el número de coche al que subirme para que la salida me fuera fácil y rápida al bajarme.
Resulta que tenía que haberle hecho caso. Mi tren se desvió en una bifurcación ubicada apenas unos metros de la estación. Me recordó del misma drama que pasé al volver al aeropuerto de Nueva York el año pasado.
Me había preguntado por qué se había bajado todo el mundo.
Aunque le había ignorado, Google Maps estaba allí para salvarme. Busqué otra ruta y logré llegar a Arima Onsen, una estación cuyo nombre da una buena pista de lo que eran mis planes para los siguientes 24 horas. Onsen es el nombre japonés para su concepto de baños termales: iba a pasar una tarde y una mañana de relajación en las montañas niponas.
A partir de entonces, no andaría solo en mis exploraciones. Inés, mi ex compañera de trabajo que se encuentra viviendo en Japón, se uniría al viaje. Ella es la razón por la cual organicé el viaje en primer lugar: durante tiempo yo andaba con ganas de visitar Japón, así que supe que tenía que aprovechar de oportunidad de visitar cuando ella reveló que se iba a mudar allí.
Habíamos quedado en reunirnos en el hotel, así que volví a abrir Google Maps y me informó que mi destino se ubicaba a tan solo siete minutos andando. Lo que no mencionó fue que dicho camino fue por una cuesta que engañaba en lo empinada que era. La subida se complicó aún más por el bochorno que hacía y mi maleta pesada.
Google Maps se estaba vengando de mí tras mi falta de fe en él.
Al llegar a la entrada del hotel descubrí que aún me quedaba subir un acceso inclinado para llegar a la puerta. En un momento de desesperación, intenté parara a alguien coche para que me llevara a la cima, pero no pasaba ningún vehículo así que tuve que decidir entre achicharrarme al sol, echarme a llorar un rato en la sombra o coger fuerzas y arrastrar esa maleta pesada por la pendiente.
Tiré por la última opción, aunque al final no tuve que subir la cuesta entera. Uno de los porteros me vio sufriendo y se me acercó corriendo con un carro de equipaje. Cuando me insistió que subiría él mi maleta lo que quedaba del camino, le dio las gracias repetidamente y entré al aire condicionado glorioso del vestíbulo.
En uno de sus baños hice lo que pude para refrescarme con unas toallitas y luego me senté en un banco en este salón ostentoso mientras le esperaba a Inés. Cuando llegó, echamos unas risas sobre lo sudados que estábamos después de la subida horrorosa. También comentamos lo extraño que era que los dos nos estábamos viendo por primera vez tras medio año no solo en Japón, sino en una de sus montañas en la mitad de la nada.
Mientras esperábamos a que nos preparasen la habitación, comimos unos sándwiches en la cafetería del vestíbulo, un sitio que disponía de las vistas maravillosas sobre los jardines y la zona de la piscina que se ven en la foto de arriba. Eventualmente pudimos hacer el checkin, después del cual una señora nos guió hasta la habitación y utilizó el traductor de Google para explicarnos la gama amplia de servicios que tenía el hotel. A pesar del sinfín de posibilidades, nuestra prioridad era refrescarnos, así que cogimos nuestros bañadores y bajamos corriendo a la piscina.
Los dos echamos unas horas por la piscina, poniéndonos al tanto mientras nos bañábamos en el vaso principal y luego el jacuzzi mientras el sol se ponía y el aire se refrescaba un poco. Justo antes de irnos, preguntamos a la socorrista si éramos demasiado grandes para bajarnos por el tobogán, pero nos dijo que podíamos. ¡Nuestra tarde de piscina acabó con un salpicón!
Volvimos a subir a la habitación para cambiarnos antes de cenar. Habíamos buscado un restaurante elegante dentro del hotel así que nos pusimos guapos y fuimos a explorar los pasillos del edificio. Descubrimos un salón, vistas asombrosas sobre el valle y una multitud de otros detalles que salpicaban el interior de madera. ¡Nos sentíamos como emperador y emperatriz!
Como se puede apreciar, el hotel y su ubicación eran espectaculares.
Inés comentó que el interiorismo era representativo de los gustos japoneses de lujo.
Al llegar al restaurante descubrimos que era muy pequeño y que no había mesa, así que reservamos una para una hora más adelante y fuimos a buscar una manera de hacer tiempo. Inés sugirió que buscáramos la sala de juego, una sitio que lo encontramos lleno de máquinas, música y luces neón. Como si mis yenes fueran dinero de Monopolio, me puse a prueba con todos los juegos y nos echamos unas cuantas risas. Descubrí que mi destino no está en tocar la batería, sin embargo…
De vuelta al restaurante, nos sentamos y disfrutamos una cena maravillosa. Los ingredientes se servían en platos pequeños y me enseñaron a mezclar carne, verduras, caldo y huevo para crear un plato riquísimo de fideos. Inés cenó algo parecido así que compartimos un poco de todo antes de pagar y volver a subir a la habitación.
La noche aún era joven, sin embargo. Ya que los baños termales del tejado del hotel se quedaban abiertos hasta la medianoche, Inés hizo la sugerencia inteligente de subir allí y aprovechar de nuestra única noche en este hotel pijo. Nos vestimos en una especie de bata tradicional y nos acercamos al onsen.
No teníamos ni idea de cómo se ataba la faja pero creo que nos apañamos bien.
Por el camino, Inés me explicó cómo navegar los baños, que se encuentran separados por género ya que hay que bañarse completamente desnudo. No sabía como me iba a sentir con respeto a la desnudez, pero entré, me desvestí y pasé a la zona de limpieza. Ahí tuve que sentarme en un taburete bajo de madera y limpiarme a fondo. Había todo tipo de jabones, una ducha y mi invento favorito de todos en la forma de un balde de madera. Este se llenaba rápido a través de un grifo enorme y se usaba para quitarse la espuma de golpe.
Sintiéndome muy limpio, relajado y sorprendentemente sin vergüenza ninguna, me eché al primero de los vasos y me quedé apreciando las vistas nocturnas sobre las montañas. Pasé las siguientes dos horas cambiando entre baños, el sauna y una piscina pequeña de agua fría. Durante el tiempo fuera del agua, me asomé por un balcón a ver el valle y a que me refrescara el aire fresco de la noche.
Ahora muy tranquilo pero aún más cansado, me volví a vestir en la bata y volví a bajar a la habitación. Inés llegó pasados unos minutos y por fin nos acostamos sobre la 1 de la madrugada. Había sido un día maravilloso, con el momento destacado siendo la experiencia corporal del onsen.
Nuestros despertadores sonaron temprano ya que queríamos volver a aprovechar de cada minuto de la mañana antes de tener que irnos. En primer lugar teníamos el desayuno, que era al estilo bufé y que nos tenía esperando fuera debido al tamaño enorme del hotel. Al final no tuvo nada que ver con el típico desayuno de hotel europeo: ofrecía de todo, desde pequeñas tortillas hasta fideos y sopas. Era un batiburrillo de delicias.
Inés y yo logramos completar dos rondas del bufé antes de rendirnos ante la gula y subir a la habitación para desalojarla a tiempo. En un momento de desvergüenza total, dejamos las maletas con el portero y nos colamos en el otro onsen, disfrutando de unas horas más de baños termales después de hacer el checkout. ¡Menudo morro el nuestro!
Este segundo onsen era igual de guay que el de la noche anterior, aunque tenía otro aire ya que era de día y las piscinas de este se encontraban en el exterior, entre rocas naturales y árboles altos. Vi un pájaro bañarse en una fuente dentro del bosque vecino a mi piscina y me quedé envuelto por paz.
Creo que los onsen son uno de mis aspectos favoritos de Japón.
Al llegar la hora en la que habíamos quedado en reunirnos, salí del agua, me vestí y le busqué a Inés. Los dos nos sentamos en un salón bonito un buen rato, hablando sobre nuestros pensamientos acerca de todo tipo de temas. Al acabar, volvimos a la recepción a ver si había manera de volver a la estación de tren sin tener que bajar la cuesta horrorosa que nos había intentado matar a los dos unas 24 horas antes.
Resulta que había un autobús desde el hotel a Arima y de vuelta que salía cada veinte minutos, un hecho que ojalá hubiéramos sabido el día antes. Nos subimos a la lanzadera y luego al tren que nos llevaría al siguiente destino. Este era un lugar que Inés conocía de sobra y que me ayudaría a descubrir al empezar la segunda semana de mi aventura nipona…
Tras un par de horas de sudoku en el tren bala desde Tokio, los altavoces anunciaron que efectuaríamos una breve parada en Kioto y que los que se fueran a bajar estuvieran bien preparados. Un poco agobiado por la idea de perder mi parada, cogí mis cosas con prisa y me eché del tren a la humedad sofocante de Kioto.
Enseguida procedí a perderme en la estación mientras buscaba una manera de bajar a las líneas del metro sin tener que cargar mi maleta por las escaleras. Al final me rendí y tuve que hacer justo eso, así que supuso un gran alivio la llegada del tren y sus vagones frescos del aire acondicionado.
El hotel que había reservado me trajo muchos recuerdos. Hace unos años trabajamos en la actualización de la marca de la cadena hostelera EN Hotel en Erretres. Había avisado al equipo de EN Hotel de que iba a visitar este, el primero de sus hoteles que se renovó con la nueva marca, y me conmovió encontrar en la habitación una nota de ellos que me dio la bienvenida a la ciudad.
Cansado del viaje, me eché a la cama a dormir la siesta, después de la cual salí a explorar de noche el centro de Kioto y buscar algo de cena. Por el camino me topé con un festival callejero que formó parte de las festividades de le época, así que me quedé un rato sacando fotos. Luego me acerqué a un restaurante de curry japonés que habían recomendado mis contactos del hotel.
Estas linternas formaban parte de una carroza enorme.
Mi primera experiencia en un restaurante japonés no empezó del todo bien. Me senté y pedí antes de darme cuenta que no llevaba efectivo encima. Pregunté si podía pagar con tarjeta, obtuve una respuesta negativa y tuve que preguntar dónde se encontraba el cajero más cercano. Mientras el tío de la barra empezaba a preparar mi cena, yo estuve corriendo hacia un Family Mart para sacar dinero. ¡Menudo comienzo!
El drama valió la pena al final: el curry estuvo riquísimo, aunque eso sí, picaba lo suyo. Esto se solucionó fácilmente con el yogur y las verduras en vinagre que venían con el plato. Mientras disfrutaba del plato y su buena presentación, el cocinero me preguntó de dónde era. Le expliqué que soy del norte de Inglaterra y de un pueblo cerca de Mánchester, después de lo cual fue y cambió la música del bar a un álbum de The Smiths, un pequeño gesto que me tenía sonriendo como un tonto.
Al acabar mi cena, hablé un rato con el dueño del restaurante antes de salir a explorar un poco el centro de Kioto. Me crucé con una de las vías principales, la cual se veía pintoresca al estar decorada por linternas y otros motivos. El cansancio me llegó enseguida, sin embargo, así que cogí un autobús un par de paradas a mi hotel y me fui a la cama.
El día siguiente desayuné en el hotel y cogí un autobús al barrio de Gion en el este de la ciudad. Esta es la zona más famosa de Kioto, conocida por sus templos, sus geishas y sus calles estrechas que lo conectan todo. Tras empezar el día sudado y perturbado por un tufo, estaba esperando que el primer templo me levantaría el ánimo y aportar un poco de sombra.
Este era el templo de Yasaka, un complejo bonito y lleno de estructuras, linternas y sendas. Estos caminos pasaban entre bosques frondosos salpicados por santuarios y otros símbolos. Uno de mis descubrimientos favoritos fue el lavabo lleno de flores que aparece en la foto de arriba.
A pesar de estar rodeado por tanta belleza, en breve me venció el calor opresivo. Para recuperarme me bebí un Aquarius, salí del templo y me senté debajo de un árbol bonito en una zona verde detrás del templo. Esta zona era el parque Maruyama, un sitio que entiendo que luce muy bonito en primavera gracias a su cerezos, pero en ese momento me valía a modo de un santuario del sol constante.
Cuando ya me encontraba mejor, salí del parque y me metí en el laberinto de calles antiguas que forman Gion. Pasé por muchos edificios bonitos que demostraban las distintas épocas arquitectónicas de Japón, desde santuarios de madera roja hasta casas minimalistas.
Los edificios que abrazan las calles de Gion son una pasada.
Un detalle tonto que me fascinaba fue la manera en la cual desaguan los tejados. En vez de contar con una tubería vertical del canalón al suelo, la mayoría de los edificios empleaban una cosa que se llama kusari-doi o una “cadena de lluvia”. Esta consiste en una cadena de cubitos decorados de metal por los cual pasa el agua en serie, creando un pequeño espectáculo del flujo de agua. Quisiera haber visto una en acción, pero no había posibilidades de que lloviera con el sol omnipresente…
Pasado un rato, me topé con una escalera que llevaba hacia lo que parecía una entrada a otro templo. Ya que no tenía plan ninguno, seguí mi curiosidad y subí hacia arriba, pagando una entrada para explorar este siguiente templo.
Resulta que este templo se llama Kōdai-ji y es uno de los santuarios más famosos que forman este barrio antiguo. Entre los árboles pude ver unas vistas impresionantes sobre la ciudad y las montañas en el fondo, pero las verdaderas joyas se encontraban dentro del complejo en sí.
Estuve encantado por las sendas tranquilas que me llevaban entre edificios delicados de madera y el bosque que los rodeaba, pero los espacios interiores también eran muy memorables. Me descalcé y entré para explorar el gran salón del santuario, descansé bajo los tejados de madera de los caminos y hasta caminé solo entre un bosque de bambú. No era el bosque famoso de Arashiyama, pero estar solo entre estas inmensas plantas fue una experiencia única, una que creo que solo se posibilitó por el calor que había echado a huir a los turistas prudentes.
Me encantó mi paseo solitario por el bosque de bambú.
Desde allí salí del santuario y me encontré por las acalles de Gion nuevamente. Un poco cansado ya de los templos, me dirigí al centro para ver la vista famosa de la pagoda Hōkan-ji desde una cuesta de casas tradicionales. Después de la mala suerte con el fiasco de mi pasaporte en Tokio, ahora estuve en plena racha de buena suerte, por lo cual encontré la calle vacía y pude sacar una buena foto.
El helado se apreció muchísimo.
Tocaba poner fin a mi experiencia por Gion, así que fui a coger un helado de té macha antes de volver al centro de Kioto. El té macha no es que sea mi sabor preferido, ¡pero dio el pego!
El camino de vuelta al hotel me llevó por los jardines del templo Kennin-ji, así que divagué un poco de la ruta para refrescarme entre sus árboles y tranquilizarme con los sonidos de las aguas corrientes.
Fue una locura el cambio repentino entre el entorno urbano y los jardines.
Después de coger un autobús de vuelta al centro, pasé por mi hotel y me metí en las calles pequeñas a su lado. Estas me llevaron entre hoteles tradicionales que se llaman ryokans. Luego llegué a mi destino, un restaurante que me habían recomendado por su comida obanzai. Obanzai es una costumbre culinaria nativa a Kioto en la cual los ingredientes tienen que ser de temporada y la mitad de ellos tienen que proceder de la ciudad.
Otro aspecto de obanzai que nadie me había mencionado es que es un menú cerrado. Esto lo descubrí al sentarme e inmediatamente ser servido una serie de platos en sucesión rápida. Todo vino acompañado por té verde ilimitado que técnicamente no puedo tomar por su contenido de cafeína, pero que me sentí obligado a beber como parte esencial de la experiencia. No me quejo, sin embargo, ya que la comida estuvo deliciosas y me costó solo 1.000¥, que en ese momento equivalían a 6,50€.
Los pequeños callejones de Kioto son una maravilla.
Para digerir la comida volví al hotel, donde me eché la siesta, me duché y luego salí a ver otro templo. Este fue Fushimi Inari Taisha, un lugar famoso en todo el mundo por su camino impresionante cubierto por miles de torii. Según mis investigaciones, la montaña en la cual se ubica el santuario podría acoger hasta 10.000 de estas puertas rojas. Esto me lo creo ya que vi muchísimas y eso que solo visité una pequeña sección del complejo.
Aquí va el selfie obligatorio para probar que estuve de verdad.
Pasado un rato mis piernas ya me dolían y el calor ya imponía mucho, así que volví a coger un tren al centro de la ciudad. Al llegar, calculé que me quedaba tiempo suficiente como para recorrer un poco más por Gion y quizá ver el atardecer detrás de la pagoda que había visto antes. Me quedaba una cuesta importante por delante, pero subí con prisa para intentar aventajar al sol poniente.
Esta calle descendiente era igual de tranquila que bonita.
Quizá hubiera venido bien que llegara media hora antes, pero de todas formas alcancé la zona donde quería estar justo a tiempo para ver el sol ponerse detrás de las montañas a lo lejos. Fue un momento bonito, pero al bajar la calle hacia la pagoda vi que mucha gente había tenido la misma idea que yo y se habían acercado al barrio a ver el ocaso. No cabía un alfiler en la calle.
Pero mi nueva racha de buena suerte me volvió a salvar. Encontré un pequeño nicho que ofrecía unas vistas maravillosas sobre Gion. Desde allí saqué la mejor foto del viaje a Kioto. La dejo abajo sin retoques ni nada.
La escena prototípica de una tarde en Kioto.
Al finalizar el atardecer, volví al hotel antes de salir a cenar. Inés me recomendó que visitara un restaurante de ramen que le había gustado cuando vino a Kioto, así que me acerqué en autobús y me uní a la cola para pedir. La fila en Ichiaran avanzaba despacio así que me puse a hablar con una familia de Francia: los pobres estaban algo confundidos por el sistema de pedir ya que acababan de llegar a Japón.
Tras intentar explicarme lo mejor que podía, me llamaron a pedir en la máquina expendedora y incorporarme en la segunda cola, esta para esperar un asiento en una de las cabinas. Estas son compartimentos individuales en los cuales te sientas entre dos pantallas de madera en los laterales con un espacio en frente de ti para comer. Al fondo hay una cortina de palos de bambú que los cocineros pueden abrir para coger tu pedido y luego servirte la comida.
Intrigado por el sistema, solo me desvié de la sugerencia del chef en un aspecto al pedir mi ramen. Pedí que el caldo estuviera un poco más intenso: me encanta un sabor fuertecillo. Esto lo pedí al subrayar una serie de opciones en un tique, lo cual se cogió al instante por una mano anónima y que enseguida se intercambió por la comida. Esta fue un cuenco humeante de ramen, un huevo aún en su cáscara y un plato de más carne y algas para incorporar al ramen después.
En primer lugar abrí el huevo y me quedé completamente desconcertado de cómo habían salarlo a la perfección sin ni abrirlo. Resolví a investigarlo (me queda pendiente), configuré mi cuenco de ramen y probé mi primer bocado de fideos. No estoy exagerando al decir que casi me puse a llorar: creo que no había comido nada así de rico en mi vide entera. Dicho eso, no creo que haga falta que elabore más sobre el asunto. Puedes imaginar que mi día largo por Kioto había acabado con broche de oro: con la mejor cena de mi vida.
La mañana siguiente tuve que madrugar (bueno, las 9am para mí era como si fuera madrugar) para hacer el check out y coger el segundo tren bala del viaje. Otra vez tuve que arrastrar mi maleta por las calles torcidas de Kioto, subirme al metro y buscar el andén correcto para el viaje hacia el sur…
Kioto, al igual que Tokio, había sido una verdadera pasada. Aunque las dos son ciudades enormes, el tiempo que pasé en el barrio de Gion dio la impresión de dejar atrás el casco urbano para poder explorar el lado más natural y tradicional de Japón. Los santuarios, las calles y el ramen excelente me quedarán grabados en el cerebro para siempre.
Prepárate porque esta publicación va a ser larga. Prometo que valdrá la pena aun así, ya que hay todo tipo de dramas y sorpresas por el camino…
Mi viaje al aeropuerto empezó como suelen empezar cuando ya he gastado mucho en mis vacaciones y estoy intentando ahorrarme los 30€ del taxi: me encontraba arrastrando mi maleta por las calles de mi barrio y al tren con destino a la Terminal 4. Una vez allí, facturé la maleta y pasé por el control de seguridad para empezar un listado de cosas que tenía que hacer antes de coger el primer vuelo: cenar, ponerme los calcetines de compresión y ver exactamente qué documentos tendría que presentara al llegar en Japón.
Como ves, no estaba muy preparado.
Justo me dio tiempo a cambiarme y rellenar el formulario de inmigración antes de acercarme a la puerta de embarque y llamar a mi tía por teléfono. Nada más empecé a conversar cone ella, la conversión se cortó por una llamada de embarque que nos obligó a empezar a subirnos al avión.
Este fue el primero de dos vuelos que me llevarían hasta Japón para mi primera experiencia en el país y en el continente asiático en general. Ante la idea de un viaje de 17 horas, había planificado detalladamente las actividades que haría en el vuelo y tenía pensado dormir todo lo que podía durante este primer tramo del viaje.
La emoción del viaje y el agobio del transbordo inminente no me dejaron dormir mucho. A pesar del antifaz estupendo que nos regaló Qatar Airways (me quedé con los dos de los dos vuelos, muchas gracias), solo conseguí dormir un par de horas al final, pero ver como salió el sol en matices de rojo y morado sobre los desiertos de Arabia Saudí recompensaba bastante.
Acto seguido, aterricé en Catar para hacer el transbordo al siguiente avión. Al hablar con una pareja española a mi lado, descubrí que también iban a Tokio, por lo cual me alegré al volverme a topar con ellos en el Aeropuerto de Doha mientras todos íbamos dirigiéndonos hacia la puerta. Al final llegamos perfectamente: no había que correr literalmente en ningún momento pero tampoco tuvimos que sentarnos. Próxima parada: ¡Tokio!
El segundo vuelo pasó sin incidentes y en nada llegué al Aeropuerto de Tokio. Mientras me acercaba a inmigración por las cintas transportadoras, le mandé un mensaje a Inés, mi ex compañera de trabajo con que iba a pasar la segunda parte de mi viaje por Japón. Le comenté como me había fijado en las musiquitas que tenían los vehículos aeroportuarios, un cambio al pitido constante que se suele escuchar en Europa.
Fue entonces cuando me uní a la cola para cruzar la frontera y empezó la diversión. Tras sacar mi pasaporte de mi bolsillo para presentarlo, lo abrí y descubrí – para mi horror – que se había roto por la mitad.
Joder.
En lo que supongo fue un acto de lucha o huida, me eché a reír. Nunca había estado tan lejos de casa así que claro que el único documento imprescindible que llevaba se iba a romper. Una combinación de resignación al hecho de no poder hacer nada y el delirio causado por la falta de sueño me impulsaron a seguir caminando. Sujeté el pasaporte como podía para intentar disimular la ruptura y decidí que no me quedaba otra que explicar la situación y esperar que tuvieran piedad de mí.
Para mi alivio, nadie me dijo nada y se escaneó perfectamente el pasaporte – dos veces, ojo – sin incidencia. Ahora definitivamente dentro del país, recogí la maleta y salí a buscar un taxi.
El aire húmedo y caliente que me pegó al salir de la terminal no me ayudó nada mientras intentaba averiguar el funcionamiento de la parada de taxis. Al final me rendí, pedí un Uber y me vi teniendo que lanzar mi maleta y luego a mí mismo por encima de una barrera de concreto para llegar a donde había aparcado el taxista. Reflexionándolo, estoy seguro de que el espectáculo de este salto se veía bastante sospechoso, pero en ese momento andaba demasiado cansado y sudado como para que me importara un bledo.
Luego pasé el viaje en taxi pensando en el asunto a mano. Mi pasaporte roto me había servido para entrar, pero temía que quizá no valiese para salir, y aún no había experimentado Japón así que no sabía si iba a ser un sitio grato en el que encontrarme atrapado. Aún estaba angustiándome en mis reflexiones cuando el taxista anunció que habíamos llegado al hotel. Sin embargo, ninguno de los dos podíamos ubicar la entrada, así que él se bajó del taxi y pasó unos cinco minutos dando vueltas en búsqueda de la misma. Le dije que yo bajaría también a echarle un cable, pero insistió que me quedase quieto.
Una vez ubicada la entrada del hotel, pude registrarme y por fin tumbarme en la cama. En esos momentos ya había tomado mi decisión: mañana tendría que ir a la embajada británica.
Ojalá pudiera compartir unas anécdotas graciosas de mi primera mañana por Tokio, pero tuve que realizar una serie concreta de tareas así que todo fue muy mecánico. Fui a sacar dinero de un cajero, me conseguí una abano para el transporte público, le cargué con unos yenes y me acerqué a la embajada a ver si podía hablar con alguien.
Llegué sudando tras tan solo cinco minutos de camino de le estación de metro a la embajada: la humedad veraniega en Japón es un adversario importante. En la puerta de la embajada me dijo el portero que no podía presentarme sin cita previa (un aprendizaje vital importante) y que llamara a no sé qué número. Entonces pasé un rato caminando de un lado a otro en frente del edificio mientras hablaba por teléfono con una tía muy maja por teléfono. Me dijo que buscara la página web sobre los ‘documentos de emergencia para viajar’ en la web del gobierno, después de lo cual le colgué en cuanto podía sin faltar el respeto en un intento de controlar los cargos adicionales por llamadas internacionales.
Pues nada, de vuelta al hotel. Había estado en Tokio medio día y no había visto nada que no fuera el hotel, el metro y la maldita embajada. No esperaba que la primera foto del viaje fuera así, pero razoné que ya que estaba pues que debería aprovechar para sacarle una foto al edificio de la embajada británica, así que aquí la tienes.
Me encontré muy pegajoso del sudor y muy mosqueado por haberme quedado así sin conseguir nada. Me volví a meter en el metro y volví al hotel, donde rellené el formulario digital y me puse a hacer gimnasia al intentar conseguir un selfie bien iluminado sobre un fondo liso para el documento nuevo. Luego me duché y me volví a echar a la cama a dormir la siesta. A pesar de la intriga generada por mi primer experiencia de Tokio en el metro, solo podía pensar en el cansancio que tenía.
La siesta me vino bien al final. Me desperté y vi un mensaje que había recibido mientras dormía y que me informó que habían aprobado mi solicitud y que esperara a que me mandaran instrucciones para ir a recoger este nuevo documento. Con la situación aparentemente resuelta, decidí que tocaba llamar a mi madre y contarle todo el drama que se había montado. ¡Nos echamos unas risas sobre mis desgracias!
Energizado de la siesta y de la tranquilidad de saber que estaba todo en orden, por final salí a explorar las calles de Shibuya, la zona de Tokio en la que me estaba quedando. Por final pude asimilar las vistas, los sonidos y los olores de la ciudad. Paseé por una calle principal llena de tiendas y restaurantes, pero vi que la mayoría se habían cerrado para la noche. Inés me había avisado que los sitios cierran temprano en Japón, pero por razones obvias, se me había olvidado por completo.
Este cruce se convirtió en casa durante los días que pasé en Tokio.
Por el camino descubrí una tienda que en nada se volvería en un sitio muy querido para mí: Family Mart. Estos convenis se encuentran por todos lados, pero me encantó su selección extensiva de comida, en concreto su oferta de todo tipo de pollo recién frito. Para mí, no hay ningún otro alimento en este mundo que sea más reconfortante que el pollo frito, así que me cogí una pieza para llevar y me la acabé mientras caminaba por la calle.
Hablando con Inés por WhatsApp, me ayudó a encontrar un restaurante de curry japonés, pero al llegar descubrí que estaba cerrado. Esta vuelta me había llevado al barrio bastante chulo de Ura-Harajuku, en donde eché un ojo a las tiendas eclécticas antes de toparme con otro Family Mart. Pillé algo más de comer y seguí con mis exploraciones, resignado al hecho de que tendría que cenar picoteo puesto que ya era demasiado tarde como para encontrar ningún restaurante abierto.
Luego me encontré por Omotesandō, un barrio famoso por ser muy pijo y por su arquitectura impresionante. Vi todo esto mientras cenaba un sándwich de huevo y cerdo del Family Mart. Al cansarme volví a la estación de Shibuya para visitar uno de los sitios más emblemáticos de Tokio.
La siguiente parada en mis exploraciones fue el famoso cruce, que yo pensé que tenía un formato único pero resulta que hay muchos del estilo por todo Japón. No obstante, este es el más famoso, con su cruce enorme en diagonal que permite que los peatones atreviesen en el sentido que mejor les venga. Iluminado por las pantallas y los neones montados en los edificios que enmarcan la plaza, se convierte en un espectáculo impresionante al cambiar los semáforos a verde.
Tras quedarme un rato viendo a la gente cruzar en todas las direcciones posibles, me uní a la gente que se metía por la calle grande que se encuentra en el centro de la foto de arriba, justo debajo del luminoso de IKEA. Este camino me llevó a un laberinto de calles llenas de luces brillantes y un ambiente eléctrico creado por las personas que estaban cenando, bebiendo y explorando al igual que yo. Compré una bebida de otro Family Mart y me puse a explorar la zona un buen rato.
Sentí que por fin estaba experimentando los lugares más icónicos de Tokio.
Luego se me durmieron las piernas, se cerraron los restaurantes y una animación mona con su canción acompañante anunció la llegada de las 10pm en una de las pantallas publicitarias. Pensé que esto valió como señal de que debería irme a dormir, así que volví hacia el hotel, contento de que había conseguido ver algunos de los sitios que figuraban en mi lista pequeña de sitios a visitar a pesar de una mañana perdida. He de decir que el hecho de que yo llegara en Japón sin haber investigado nada ni tener ninguna expectativa de como sería me vino bien al final…
El desfase horario me tuvo despierto y de pie muy temprano el día siguiente, pero esto fue cosa buena ya que me permitió hacer cosas antes de que llegara el calor del mediodía. Me puse las pilas y cogí un tren una sola para para visitar un templo cercano, el primero de muchos que vería durante mis quince días en el país.
La tranquilidad mañanera y el entorno natural del Santuario Meiji Jingu contrastaron mucho con la sobrecarga sensorial que supusieron las calles de Shibuya. Entré en el santuario por debajo del primer torii (las puertas tradicionales japonesas) y seguí el camino ancho entre los árboles. Pasé por unos contenedores de sake (un vino claro hecho de arroz) y unos barriles de vino tinto francés. Estos productos se habían donado por sus productores a modo de ofrenda.
Como te puedes imaginar, las linternas me encantaban.
Pasado por un par de torii más, eventualmente llegué al santuario en sí, que aún estaba casi vació. Aprendí la manera correcta de dar mis respetos, saqué alguna foto y luego me fui, ya que el calor había empezado a sofocar y quería volverme a duchar antes de seguir explorando.
El mercurio seguía subiendo así que decidí que mis actividades de tarde deberían tener lugar en un espacio interior. Para eso, miré las recomendaciones que me había dejado Inés unas semanas antes de mi llegada. Vi que el Centro Nacional de Arte tenía una exposición de las obras de la Colección del Tate que exploraba el uso de la luz dentro del arte en sí. Sabía que simplemente tenía que ir.
El centro y su estación de metro suponen obras de arte en sí, tal y como el Guggenheim en Bilbao que visité hace un par de años. La exposición fue fantástica, habían prestado mucha atención y consideración a cada aspecto de la ruta, las obras mostradas y la información que explicaba su inclusión. Me topé con unas obras de artistas que admiro mucho, como Dan Flavin o James Turrell, pero también me enamoré de otras pinturas y artistas por el camino.
Tras comprar unas postales en la tienda, me senté a comer un poco antes de pisar valientemente el mundo exterior. Me fui directamente a la estación de metro, cogí un par de trenes y luego volví al superficie al lado de otro punto de interés que quería ver: la Torre de Tokio.
No me esperaba encontrar un santuario antiguo al lado de la torre.
Me alegró la sorpresa de ver la torre enmarcada por una serie de edificios que formaban otro santuario. Pasé un rato andando en la búsqueda de un ángulo bueno para sacarle una foto a todo. El sol brillante y las nubes complicaron un poco la tarea, pero hice lo que pude. No dejes que las nubes te engañen, sin embargo: hacía un calor insoportable.
Me refugié en los jardines del santuario para acabar una bebida que había comprado de una de las muchas máquinas expendedoras que se encuentran en cada esquina. A pesar no confiar mucho en estas máquinas al principio, llegué a verlas más bien como un servicio público imprescindible, ya que ofrecen bebidas frescas que te reviven cuando te haga falta. También descubrí que podía pagar las bebidas con mi abono de metro. Extraño, pero útil.
Menos mal que me topé con el templo: ofrecía algo de sombra.
A pesar del refresco y la pausa, me seguía encontrando un poco mareado, uno de los primeros síntomas de un golpe de calor. No quería perder más de mi tiempo en Tokio que ya había perdido con el fiasco del pasaporte, así que volví al aire acondicionado intenso del metro y luego al hotel para una siesta bien necesaria.
Ahí cometí el clásico error de no poner un despertador antes de dormirme. Como consecuencia, me desperté mucho más tarde que quería y tuve que efectuar un cambio de planes, yendo directamente al barrio de Kabukicho en vez de las orillas del puerto. Esta zona se conoce por sus luces y su vida nocturna, algo que vi nada más bajarme del tren.
Al igual que Shibuya, Kabukicho pulsaba con gente, luces y ruido.
Este sitio parecía un Shibuya multiplicado, con una cantidad loca de gente, ruidos, olores, luces fuertes y un ambiente generalizado que no se puede expresar ni con palabras ni imágenes. El conjunto hasta me llegó a marear un poco, pero aún así me metí por sus calles a explorar. Cené comida callejera para sostenerme mientras seguía el flujo y la marea de la multitud, haciendo poco más que simplemente asimilarlo todo.
Después de un rato explorando ciegamente, se me acercó un tipo sospechoso que no me dejaba en paz. Le dije severamente que se me alejara, cosa que afortunadamente hizo sin protestar, pero vi esta interacción turbia como una señal de que debería irme a otro lado y así explorar el otro sitio que quería visitar antes de que acabara la noche: Akihabara.
Llegué al barrio bastante tarde y inmediatamente me perdí, cosa que pasa cuando me atrevo a creer que sé más que Google Maps. La zona se conoce por su oferta de productos relacionados con el anime y los videojuegos, pero yo tardé tanto en ubicarme que casi todo estaba ya cerrado cuando por fin encontré el centro del barrio.
Esta tienda se encontraba por todos lados y vendía un poco de todo.
Pasé un rato breve andando por la zona, que por la razón que sea me recordaba a Blackpool. Seguro que es por los colores vivos y el ruido visual creado por las fachadas abiertas de las tiendas con su iluminación potente y severa. Ya sabes a donde ir si quieres una experiencia japonesa auténtica con poco presupuesto: el pueblo chungo de Blackpool en Lancashire, Reino Unido.
Tras hacer una nota mental de este consejo inestimable de viaje, busqué la estación de tren más cercana y regresé al hotel para echar una hora viendo la tele y escribiendo mi diario del viaje. En este mismo diario apunté que me sentía “satisfecho y relajado, aunque tanto pollo frito no me puede estar haciendo mucho bien”. Supongo que había acabado pasando por otro Family Mart antes de acostarme…
A pesar de mi noche relajada de televisión y pollo frito, me desperté nervioso ya que aún no había novedades de la embajada. Les llamé y acabé hablando por teléfono durante unos veinte minutos, cosa que me saldrá muy cara. Eran muy serviciales, sin embargo, avisándome que mi documento de viaje se había impreso y que se encontraba de camino de Singapur a Japón. Contento con esta actualización, me preparé y salí a explorar otro del sinfín de barrios que ofrece Tokio.
Esta vez fui a Ginza, otro barrio pijo lleno de tiendas caras en las que nunca compraré, tanto por falta de interés como presupuesto insuficiente. Había una que sí que tenía que visitar, sin embargo, cosa que haría en cuanto lograba salir del centro comercial enorme en el que me había dejado el metro.
Una vez ubicada la calle me acerqué a Itoya, una tienda enorme de papelería que cuenta con nueve plantas de papeles, bolígrafos y todo tipo de productos que nos vuelven locos a los diseñadores. Ahora que lo digo, no creo que solo seamos los diseñadores: ¿a quien no le va a gustar un poco de papelería?
La única cosa mejor que la papelería es la papelería cuidadosamente ordenada.
Como te puedes imaginar, salí de esta tienda con la cartera más ligera que al entrar. En mi bolsa llevaba una carpeta de hojas y sobres de verde lima, una selección de bolígrafos que había elegido en base a si los utilizaría Barbie y unos sellos de guacho que probablemente nunca usaré pero que lucirán guay en mi escritorio.
Desde allí fui a visitar Sensō-ji, otro templo budista que se encuentra relativamente cerca a Ginza. Este templo cuenta con un edificio principal y pagoda muy bonita, pero fue la calle que lleva al núcleo del complejo que me parecía lo más interesante. La calle está bordada por una serie ininterrumpida de puestos que ofrecen todo tipo de cosas: comida, recuerdos y postres locales. Será una trampa para turistas en toda forma, pero la vi como un sitio ideal para curiosear y observar a la gente.
Luego llegué al edificio principal del templo y te juro que en el momento que traspasé el umbral, me sonó el teléfono. Eran los de la embajada: mi documento había llegado y podía ir a recogerlo ya. Aliviado y agradecido, les dije que estaría allí dentro de una hora – una cifra que me había inventado basado en nada. Colgué, me pregunté durante un momento si debería convertirme en budista y volví al metro.
Los detalles curvos de las pagodas son una pasada.
Acabé llegando un poco tarde a la embajada, más que nada porque me había distraído sacando las fotos de arriba del templo y sus jardines. No supuso ningún problema y en breve ya estaba sentado y hablando con una trabajadora a través de una pantalla de plexiglas mientras me presentaba con mi nuevo documento bonito. Me esperaba una simple hoja de papel, pero lo que me dio fue un pasaporte de azul cian brillante que mostraba el selfie horroroso de la habitación del hotel que me había sacado unas 48 horas antes.
He de decir que el personal de la embajada eran muy profesionales durante todo el proceso, un sentimiento que expresé mucho a la tía que me atendió. Le dio repetidamente las gracias y acabamos hablando un rato. Se me ha olvidado su nombre, pero hay gente guay haciendo un trabajo estupendo en la embajada británica en Tokio.
Agarrando mi pasaporte de emergencia como si fuera mi primer hijo, volví directamente al hotel para fajarlo bien y dejarlo cuidadosamente dentro de la caja fuerte. Este recado inesperado había vuelto a fastidiar mis planes, pero había un viaje pendiente que podría realizar esa misma noche. Para llegar al sitio, cogí una serie de trenes que me llevaron por encima de las calles y al lado del famoso Puente Arcoíris – aunque no se encontraba iluminado en un espectro de colores, para mi gran decepción.
Las pilas de carreteras, pasarelas y vías ferroviarias son una locura.
El tren me dejó en Team-Lab, una experiencia interactiva que me había recomendado Inés puesto que el medio principal que utilizan es la luz. Emocionado, me compré una entrada, vi el vídeo instructivo, me descalcé según indicado y me metí dentro.
La ruta por la exposición fue una auténtica locura. Hubo fuentes de agua, zonas táctiles, una sala enorme de luces interactivas, bolas de luz multicolor y hasta un cuatro lleno de agua hasta las rodillas que se veía iluminada con proyecciones de peces y flores. ¡Una pasada!
Este pasillo misterioso de luz me guió hasta la primera sala de la exposición.
Me encantó esta sala de píxeles colgados que creaban efectos tridimensionales.
Al volver a las taquillas de calzado, supuse que se había acabado la experiencia, pero me indicaron que había una segunda parte. Tras deambular por un jardín lleno de habas iluminadas enormes, entré en otro jardín, siendo este mucho más abstracto que el anterior. Esta última instalación contó con columnas verticales formadas por plantas reales y vivas. Estas columnas se movían rítmicamente hacia arriba y abajo, creando un efecto visual precioso de un océano de flores.
Luego me volví a calzar y regresé al mundo real, en donde pagué otra visita al Family Mart para conseguir algo de cena: aún no había conseguido alinear mis biorritmos con las horas de las comidas en Japón. Comida en mano, cogí el tren un par de paradas y hasta un sitio que había descubierto para recrear mi experiencia en Nueva York, en concreto la última noche que pasé viendo la siluetea de la ciudad sobre el agua.
Tokio no decepcionó. Pisando la arena de una playa inesperada, me senté encima de un muro bajo para apreciar bien la panorámica que había en frente de mí. Observaba un mar de edificios altos coronados por luces rojas parpadeantes para los aviones, pero más que nada me llamaba la imagen del Puente Arcoíris y los reflejos de sus luces que bailaban sobre el agua.
Menudas vistas tenía mientras me comía un sándwich.
Tras acabar mi cena, di un paseo por la playa, deteniéndome únicamente para leer una seña de instrucciones sobre que hacer en caso de tsunami, un recuerdo duro de donde me encontraba. Alcancé la próxima parada de tren y corrí hasta su andén para coger uno de los últimos trenes de la noche. Regresé al centro urbano y al hotel para pasar mi última noche en esta ciudad enorme.
El día siguiente me sonó temprano el despertador, obligándome a levantarme, hacer la maleta y salir. Dejé mi maleta en recepción y salí para experimentar una última cosa antes de irme de Tokio. Este viaje me llevaría a un sitio que había intentado visitar dos veces durante los días anteriores, pero mis planes se habían fastidiado por una razón u otra – normalmente por el maldito pasaporte problemático.
Me subí a una de las líneas de metro musicales y no desembarqué hasta su fin, dónde otra vez me encontraba dentro de un centro comercial enorme y confuso. Eventualmente encontré la taquilla que buscaba y salí a una terraza que me presentó de manera dramática lo que estaba al punto de experimentar: el Tokyo Skytree.
Aquí no hay ningún efecto óptico, es verdaderamente así de intimidatorio.
Compré una entrada, me acerqué a los ascensores y me subieron 350m en el aire en tan solo 50 segundos. Se me destaparon los oídos, se abrieron las puertas y salí del ascensor a empaparme en las vistas desde la primera de las dos plataformas que visitaría. La panorámica sobre la ciudad era, como te puedes imaginar, impresionante. Los edificios altos desde dónde había subido ahora parecían juguetes de plástico alineados en una retícula perfecta.
Pasado un rato me subí a otro ascensor que me elevó 100m más hasta una altura total de 450m. Tras unos días de explorar Tokio a través de su transporte público, por fin pude apreciar bien la amplitud de la jungla de hormigón en la que me encontraba. No lo sabía en el momento – de verdad que no investigué nada antes de viajar más allá de hablar con Inés – pero en aquel momento yo estaba encima de la torre más alta del mundo viendo la ciudad más grande del mundo. Como se puede ver en la foto de abajo, la expansión urbana sigue hasta el horizonte y más allá. Una locura.
Al volver al nivel del suelo, volví al hotel y recogí mi maleta para irme de Tokio y a la siguiente ciudad en esta, mi vuelta por Japón. Me había comprado un abono ferroviario para poder viajar de manera ilimitada por todo el país durante una semana, un concepto que me parece flipante. Para aprovecharlo al máximo, navegué por la estación de Shibuya hasta encontrar los andenes del Shinkansen: me tocaba coger un tren bala por primera vez.
Después de tener que correr de un andén para otro al darme cuanta de que estaba en el lado equivocado, me metí en una cola corta para subirme al próximo tren con destino al sur. He de decir que soy muy fan del sistema japonés de tener líneas pintadas en el suelo para que las personas formen una fila ordenada para subirse a todo tipo de trenes. Propondría que se introdujera el mismo sistema aquí en España, pero bien sé que nadie le haría caso ninguno.
Ya en el tren, pasé un rato luchándome con el compartimento de equipaje. Al final me rendí y me resigné a subir mi maleta pesada al estante superior. Este pequeño retraso significó que todos los asientos en el lado derecho del tren se encontraban ocupados, una pena ya que quería sentarme allí para ver si podía ver el Monte Fuji desde la ventana al pasar por esa zona. Esto se solucionó con unos cambios rápidos de butaca al bajarse otros del tren, así que por fin pude sentarme en un asiento al lado de la ventana. Allí, saqué mi libro de sudokus de la mochila y me acomodé para el resto del viaje.
Seguro que puedes apreciar que los primeros días que pasé en Japón fueron una auténtica locura. Vi y experimenté tantas cosas, entre ellas mi primer contacto con la embajada británica al pesar de llevar cinco años o más viviendo fuera del Reino Unido. Tokio es una ciudad impresionante que se me hizo arrolladora, pero en un buen sentido. Digo esto porque al ver las fotos y reflexionar sobre lo que hice, aún estoy observando más detalles sobre todos los aspectos del lugar.
Ha sido una entrada muy larga, pero en breve volveré con la próxima edición sobre los quince días que pasé viajando por el país nipón.
Tras aterrizar en Madrid después de un finde maravilloso en Viena, quedaba poco para mis próximas vacaciones. A pesar de este hecho y el calor cada vez más insoportable, acabé haciendo bastantes cositas antes de irme para disfrutar de un viaje importante.
Una tarde salí a dar una vuelta por mi barrio, cosa que siempre me lleva a descubrir novedades. Me topé con unos locales abandonados en una calle que no conocía. Luego pasé media hora buscando una tienda que me vendiera un cuadernillo para luego echar el resto de la tarde por el río bocetando y tomándome una cerveza en una terraza.
Me tumbé en el césped debajo de este árbol para ver el atardecer.
Mi finde de autocuidado siguió con un sábado que pasé por el centro de Madrid. Subí a hacer algo que no suelo hacer a no ser que me vengan a visitar: ¡fui a desayunar churros! Claramente tuve que acercarme a San Ginés para disfrutar de esta tradición madrileña. Allí me senté y pasé un rato tomando mis churros, chocolate y café mientras veía los turistas pasar.
San Ginés es un sitio mítico de la ciudad y debería ir más.
El día siguiente volví al río cerca de mi casa, dónde pasé un rato caminando por la mañana y luego por la tarde, pasando el mediodía por casa debajo del aire acondicionado. El mes de julio siempre me cuesta, ¡creo que nunca me acostumbraré al calor veraniego!
A saber porque habían atado estas llaves a un árbol…
Esa semana también tuve la oportunidad de reencontrarme con un antiguo profesor de español – ¡menudos recuerdos! Estaba por Madrid de visita así que le llevé a tomar unas tapas y cañas como tiene que ser. Fue un gusto volverle a ver después de lo que tienen que ser ya unos diez años como mínimo… ¡madre mía!
La semana siguió con muchos planes: una tarde de cócteles con Sara, un par de llamadas con Cake Club, unas copas con mis colegas de natación al acabar el curso y luego una reunión con Nacho. Fui a verle en su ciudad de Praga a principios de este año, pero esta vez le tocó a él volver a su ciudad natal de Madrid. Juntos pasamos una tarde maravillosa tomando cócteles, cenando pizza y conversando sobre los temas importantes como solemos hacer.
No suelo subir al centro pero es verdad que tiene unas vistas preciosas.
Enseguida llegó el finde y pasé la mayoría del sábado haciendo la maleta antes de que me invitara Luis a acompañarle a la finca de su familia. Hice lo mismo el año pasado antes de irme a Canadá, así que parece que mis viajes a la finca justo antes de irme de viaje se está volviendo en costumbre.
Eso es todo por ahora, ya que mi siguiente entrada de blog nos llevará mucho más lejos de casa que la finca en las afueras de Madrid…
La siguiente entrada es una que originalmente escribí y publiqué en 2016 al pedirme mis compañeros de Erretres que reflejara sobre mi experiencia en encontrar unas prácticas como estudiante de diseño. Desde que relancé mi web en 2019, la entrada se ha quedado como borrador, pero recientemente la volví a leer y vi que los consejos que di son más o menos los mismos que daría al día de hoy. Es verdad que muchas cosas han cambiado, como la pandemia que impulsó una transformación digital, pero me quedo con los puntos principales. Os la dejo abajo en su versión original sin tocar…
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Cuando llega el momento de buscar un trabajo como diseñador, muchos proclaman tener la fórmula mágica para aterrizar en su posición soñada. Soy una cara relativamente fresca en la industria y no puedo declarar que sepa tanto por ahora. No intento con este artículo convencer de que tengo el secreto de la técnica perfecta, lo que haré será compartir lo que sí funcionó para mí como estudiante que se aventuraba en el desafiante mundo profesional.
Me gustaría señalar que buscar un trabajo en un estudio de diseño no es el único camino, puedes trabajar como diseñador dentro de una empresa, lanzar tu propio negocio, trabajar como freelance e incluso cambiar de campo completamente -tengo amigos que han hecho todo lo mencionado anteriormente y les ha funcionado perfectamente.
Volviendo a la idea de trabajar en un estudio, el primer paso y el más abrumador es realmente aterrizar en el puesto de prácticas o el trabajo que quieres. Para aligerar la tarea, reúno a continuación algunas de las ideas que me han funcionado. Allá vamos…
Planea tu ataque
Probablemente tengas una idea sobre el tipo de sitio en el que te gustaría trabajar. Si no es así puedes echar un vistazo en blogs de diseño y explorar quién ha producido los trabajos que te gustan. Existen además directorios como Studio Index con listas de estudios ordenados por localización. Trata de reunir las empresas que te interesan en una lista de mayor a menor interés, así podrás decidir fácilmente cuántas aplicaciones enviar. A la vez, ve llevando el orden de las respuestas que obtienes.
Capta su atención
He podido ver de primera mano que las empresas están inundadas con solicitudes así que es una buena idea que diseñes una aplicación que capte su atención. Ya sea creando una web personalizada o enviando un porfolio impreso abarrotado de golosinas, utiliza tus habilidades creativas para asegurarte que tu aplicación no es más de lo mismo. En mi caso, creé un packaging para mi porfolio impreso, carta de presentación y tarjeta de trabajo, usando tinta verde fluorescente. Una buena fuente de inspiración en la que puedes encontrar ideas interesantes es Flaunt by UnderConsideration.
Personalízalo
No hay nada más aburrido que un cv en un A4 o un email que claramente se ha copiado. Los diseñadores siguen siendo humanos al final del día, así que descubrí que una buena forma de empezar una conversación era enviar una carta escrita personalmente al director de cada compañía, hablando de su trabajo e inyectando un punto de mi propia personalidad.
Pero a la vez, no les hagas perder su tiempo
Cualquier buena empresa de diseño tiene mucho trabajo, así que hazlo lo mejor que puedas para ser breve e ir al grano. Postularte para un puesto en concreto no es como hacerlo para cualquier otro y no hay un protocolo generalmente aceptado así que si piensas que hay algo que no es relevante no lo incluyas. En lugar de enviar un cv, yo añadí una columna en mi carta de presentación en la que destacaba algunos detalles con un enlace a mi cv online para que lo visitasen si realmente tenían interés en verlo al completo.
Intenta no molestar
Como decía, las empresas de diseño tienen normalmente mucho trabajo y en ocasiones tendrás que hacer un seguimiento de tu aplicación con un email, una llamada de teléfono o, incluso pasándote por la agencia, pero también debes saber cuál es momento de parar. Si se sienten perseguidos probablemente dejes una mala impresión y estarás malgastando tiempo que podrías invertir en buscar otras oportunidades.
Ten suerte o persevera
Si nadie te lo ha dicho aún créeme, recibirás bastantes negativas en el proceso. En alguna ocasión tendrás suerte y encontrarás una empresa que esté buscando a una nueva persona en prácticas o nuevo empleado, como me pasé en Erretres, pero en todo caso vas a necesitar mucha perseverancia. Que un estudio no cuente contigo, no quiere decir necesariamente que pensasen que tu trabajo no vale nada, será probablemente que vuestros trabajos no son compatibles. Tómatelo como ellos evitándote el problema de trabajar en un sitio en el que no encajas y persevera en tu búsqueda – yo y todo el mundo que conozco hemos sido rechazados innumerables veces, pero todos lo hemos conseguido al final. ¡Continúa en tu búsqueda y buena suerte!
Han pasado casi cuatro años al día desde la última reunión de Cake Club, un nombre tonto que usamos Heidi, Loredana, Megan y yo para referirnos al grupo de los cuatro que formamos en Madrid en 2018. La última vez nos vimos fue aquí en mi pequeño piso en la capital española, pero no hemos podido volvernos a juntar en persona más que dos a la vez desde esa fecha.
He ido a visitar a las tres en sus ciudades respectivas al menos una vez durante estos últimos años. Fui a visitar a Heidi en Oslo un par de veces, pasé un finde en la casa de Loredana en Viena hace un par de años y luego Megan y yo pasamos un par de semanas juntos el año pasado durante el mes que pasé por Canadá y los Estados Unidos. Ahora podrás apreciar el porqué supone un reto juntarnos a los cuatro: ¡estamos cada uno por un lado del mundo!
Pero resultó que Megan venía a visitar Europa en junio de este año, así que pusimos en marcha un plan pare reunirnos todos en Viena y así pasar el primer finde juntos desde el 2019. Como es de esperar con nosotros, dejamos todo hasta la última hora, por lo cual desafortunadamente Heidi no pudo cuadrar un viaje.
Yo tuve la suerte de conseguir unos vuelos decentes y acto seguido Megan y yo reservamos un hotel para las dos noches que estaríamos juntos para aliviar un poco a Loredana y a su pareja David: ¡todo estaba en su sitio para montar una buena reunión vienesa!
Había cogido el viernes de vacaciones así que salí de mi casa temprano – aunque no lo suficientemente temprano – para acercarme al aeropuerto. Entre la media hora más que eché en la cama y el servicio lento del Cercanías, llegué a la terminal algo tarde y tuve que pasar corriendo por el control de seguridad. Una vez llegado a la puerta de embarque, me di cuenta que me había metido demasiada prisa y que ahora me sobraba tiempo, así que me senté un rato y me puse a revisar cómo llegar al hotel desde el aeropuerto de Viena.
Fue en ese momento que vi que había reservado el hotel para julio en vez de junio. Si no recuerdo mal, hasta reí audiblemente al caer en lo tonto que había sido. Supongo que podía haber entrado en pánico, pero simplemente le dije «adiós» al pago que había hecho para conseguir la reserva y busqué y reservé otro en una cuestión de minutos. Es verdad que me suelo quejar de lo híper conectados que estamos siempre, pero un móvil con conexión a internet decente al final me salvó la vida en ese momento…
Luego volé los tres horas y me subí a un bus de una hora hasta el centro de Viena. Ahí caminé un rato corto hasta el hotel y hice el check in. Desde allí anduve un poco más hasta el piso de Loredana, donde ella y Megan me estaban esperando.
Con los tres reunidos en el apartamento bonito de Loredana, salimos al jardín y echamos unas horas sentados hablando de la vida y poniéndonos al día. Aunque intentamos hacer videollamadas frecuentes entre los cuatro, daba mucho gusto sentarse en una mesa y echarnos unas risas un rato con un té en la mano.
Según avanzaba la tarde nos entró hambre y las ganas de salir. Salimos al centro de la ciudad para tomar algo en una terraza y picar algo antes de que se apuntara David a cenar. No hacía mucho calor así que yo estaba alabando el clima vienés – hasta que de repente vino una tormenta y nos vimos teniendo que apretujarnos debajo de una sombrilla al empezar a caer la del pulpo.
Las nubes grandes debían habernos advertido de lo que se venía…
Lo peor del diluvio lo sufrió David ya que le cayó encima mientras caminaba hasta la pizzería donde nos habíamos metido para cenar: el pobre llegó calado. Echamos un rato riéndonos de su mala suerte, comimos unas pizzas ricas y nos acercamos a un bar de toda la vida para jugar a unos juegos de mesa y probar la cerveza local.
El día siguiente nos tocó a Megan y a mí madrugar en el hotel y acercamos a una panadería para desayunar con Loredana. Tras comernos unos bollos, Megan se despidió de Loredana ya que Lore se iba a pasar la noche de despedida de soltera de su amiga en Múnich. Esto significaba que Megan y yo andábamos solos en Viena: al igual que cuando fuimos juntos a Nueva York.
Entonces, con todas las posibilidades que nos ofrecía la ciudad, ¿qué hicimos? Pues volver al hotel y echarnos una siestona de tres horas, ¡por supuesto!
En nuestra defensa, creo que esta siesta era muy necesaria y fue lo que nos permitió seguir de rumbo por Viena durante el resto del día sin ningún descanso más. Nos levantamos hambrientos, sin embargo, así que lo primero que buscamos fue dónde comer. Megan había hecho sus deberes y sabía exactamente dónde ir para comer como un par de auténticos vieneses.
Como puedes apreciar de la foto, nos pasmamos un poco a la hora de pedir. Pillamos schnitzel, salchichas, ensaladilla de patatas y sauerkraut. Siendo realistas, no sabíamos que los platos iban a ser así de grandes y al final sí que conseguimos comer la mayoría de lo que ves en la imagen. A pesar de la cantidad agobiante de comida, estuvo todo súper rico y fue justo lo que nos hacía falta para pasar el resto de la tarde de pie.
Conseguí captar esta escena vienesa al pasar el carruaje por esta calle bonita.
Ya que Megan ya había estado en Viena un par de días y visto que yo ya visité en 2021, a ninguno de los dos nos llamaba la atención volver a pasar por los sitios turísticos. En cambio fuimos de compras un rato y luego nos acercamos a dos puntos de interés que quería ver Megan. De eso lo único que me acuerdo es que teníamos que ver un portal enorme y luego ir a tocarle el culo a una figura que decoraba una fuente por el centro.
Acabamos en la Judenplatz, una zona central a la vida judía en la ciudad y la ubicación actual de una monumento al Holocausto. Echamos un ojo y luego nos sentamos a beber una cerveza bien fría tras tanta vuelta por las calles. Nos quedamos en esta plaza hasta que el sol se empezó a poner, que fue cuando sugerí que bajáramos al río a ver el ocaso desde allí.
No me esperaba que tuvieran cerveza sin alcohol pero estaba buena.
Megan no había visitado la zona del río – bueno, técnicamente el canal del Danubio – así que supuso una sorpresa grata ver que el área estaba viva con actividad al llegar. Desde ciclistas a músicos y hasta una clase de salsa al aire libre, había mucho más jaleo que la última vez que vine con Loredana.
Bajamos a las orillas del canal y dimos una pequeña vuelta antes de meternos en una terraza para tomar algo y comernos unas patatas fritas. Megan, que tiene muy buen ojo para identificar a los hispanohablantes, observó que los camareros eran argentinos, así que nos pusimos a hablar un rato antes de sentarnos al lado del agua y ver el atardecer sobre la ciudad.
Nuestra tarde idílica llegó a su fin cuando Megan quería unirse a los que estaban bailando salsa mientras yo me luchaba contra la app del consorcio local de transportes para comprarme un billete de tranvía al centro. Tras mi experiencia en Berlín donde tuve que pagar una multa de más de 100€, ando con mucho cuidado al subirme al transporte público en el extranjero. ¡No me atrevo a meterme sin tener mi billete ya comprado!
Eventualmente conseguí mi billete y persuadí a Megan a que dejara en paz a los bailarines de salsa. Los dos nos subimos al tranvía que nos dejó en un sitio dónde yo quería comer Kaiserschmarrn, el postre típico de Viena que consiste en unas tortitas revueltas con azúcar y mermelada. Había pensado en ir al sitio donde me llevó Loredana la última vez, pero al llegar estaba cerrado. Eso sí, por el camino nos topamos con una rave enorme al aire libre en frente del Museo Kunsthistorisches…
Aún con hambre y sin nuestro capricho dulce, Megan dijo que deberíamos ir a pillar comida callejera asquerosa da un puesto de salchichas donde nos había dejado el tranvía. Tras verla comer perrito caliente tras perrito caliente de los carritos callejeros dudosos en Nueva York, ¡su sugerencia no me sorprendió para nada!
He de admitir que la Käsewurst (salchicha rellena de queso) que me pusieron dentro de un pan me supo a gloria. Megan también gozó de su cena, una salchicha enorme con cebolla, curry y salsa de no sé qué cosa. Nos sentamos en un banco para así ponerle fin a un día largo por la capital austriaca: había sido fabuloso.
Justo antes de volvernos a subir al tranvía y para bajar un poco la cena cuestionable, cruzamos la calle para ver el edificio emblemático del Hofburg iluminado de noche. Luego volvimos a la parada de tranvía, nos subimos al siguiente en pasar y nos echamos a la cama con una indigestión importante…
El día siguiente era el último de Megan en Viena. Por eso nos levantamos un poco antes y salimos a comer temprano para que aprovechara de sus últimas horas en la ciudad. Tras quedarnos sin Kaiserschmarrn la noche anterior, sugerí que fuéramos a un sitio que se conoce por este mismo postre. Empezamos con algo salado y luego compartimos dos cazuelas enormes de las tortitas revueltas. ¡Habíamos caído en la misma trampa que el día anterior de pedir demasiada comida!
Megan, como la vermontesa que es, insistía que un toque de sirope de arce mejoraría el plato.
Afortunadamente el camarero nos echó las sobras a una caja encantado, así que nos llevamos casi una cacerola entera de Kaiserschmarrn mientras íbamos paseando por las calles y uno de los parques. Luego volvimos al hotel para que Megan pudiera hacer la maleta y para que yo moviera mis cosas al piso de Loredana para quedarme allí la última noche.
Luego me despedí de Megan al irse para París, su última parada en su vuelta europea. Ya en la casa de Loredana y David, me eché a la hamaca que tienen instalada en su bonito jardín. Me quedé allí descansando hasta que volvió Loredana de la despedida de soltera. Me fue una sorpresa ver que estaba muy fresca y con bastante energía.
Decidimos que entonces deberíamos salir de casa y hacer algo para que aprovechase de mi última tarde por la cuidad. Nos echamos a las calles de su barrio para que me enseñara algunos de sus sitios favoritos, entre ellos una cervecería enorme que dejó a las calles oliendo a levadura. Tenían montado un pequeño festival de cerveza, pero se encontraba cerrado ya que era domingo, así que pensamos en ir al centro a ver que tal por allí.
Tras perdernos dos tranvías y sin ganas de esperar al siguiente servicio dominguero infrecuente, echamos nuestros planes de ir al centro a la basura y optamos a pasar la tarde y noche por casa. Pedimos comida asiática rica, nos tomamos unos refrescamos y nos echamos al sofá a ver “Her”, una película que nunca la había visto.
El día siguiente me despedí de Loredana y David por la mañana al sentarme a trabajar desde su salón. Me desconecté justo antes de las tres para ir saliendo a la estación de Westbahnhof, donde cogí el autobús al aeropuerto donde tenía el vuelo de vuelta a Madrid.
El vuelo de vuelta salió con algo de retraso y luego al llegar a Barajas descubrí que el Cercanías estaba averiado, con lo cual llegué a casa muy tarde al final. Todo había valido la pena, sin embargo. Pasé unos días fantásticos por Viena y fue una maravilla volver a pasar un tiempo con Loredana y Megan.
Ya estamos pensando en planes para otra reunión lo antes posible y ya volveré yo a Viena en cuanto pueda para pasar unos días…
Tras una vuelta lluviosa a Madrid, el clima nos alteró con su cambio repentino anual de la primavera al verano. De un día a otro me encontré aguantando un calor de más de 35°, así que ya tocaba ir haciendo planes antes de que suba la temperatura a unos 40°…
Un finde quedamos Sara y yo para el Mercado de Motores, un evento mensual que visité por última vez hace unos seis meses. Este mercado artesanal toma lugar en el Museo del Ferrocarril, un sitio que queda cerca de mi casa, y supone una oportunidad única de pillar unos regalos, comprar buena comida y tomar una pausa entre unos trenes antiguos en su terraza.
Lleno de chorizo criollo y papas al mojo, Sara y yo seguíamos explorando mi barrio con una visita al Matadero, un centro cultural que queda a unos pocos minutos andando. Dimos una vuelta por allí, nos acercamos al río y quedamos en volver al Teatro de Cervantes para ver un espectáculo en algún momento.
La ciudad vuelve a lucir bonita con la llegada del verano.
Para poner fin a un finde ajetreado y un domingo de tareas administrativas por casa, salí a recorrer la ciudad en bici. Este viaje me llevó a la estación de Atocha, por el emblemático Paseo del Prado y hasta el icónico Parque del Buen Retiro. Fue la manera perfecta de refrescarme un poco ya que iba echando leches por las calles madrileñas en el frescor de la tarde.
Retiro por la tarde y sin tanto turista se convierte en el refugio tranquilo que siempre pretendía ser.
El viernes siguiente volví a reunirme con Sara para otro plan, esta vez una verbena. La de San Antonio de la Florida se proclama la primera verbena del año en Madrid, así que nos acercamos a tomar algo y bailar las canciones de Vicco y Blas Cantó un buen rato.
Agotados por tanto bailar y tanto calor, nos sentamos en una terraza para tomarnos unos refrescos con mucho hielo. Allí descansamos mientras el calor diurno daba paso al frescor, después del cual Sara se marchó en autobús y yo me fui a casa en bici. Esta vuelta nocturna me vino de lujo tras una semana ocupada.
El día siguiente quería seguir el rollo de descansar a solas fuera de los límites de mi piso. Cuando ya pasó el pico del calor por la tarde, cogí un libro y subí al Templo de Debod, un sitio fantástico para echarse al césped y mirar el mundo pasar mientras se pone el sol detrás de la sierra. Con una lata de cerveza sin alcohol en la mano, pasé el rato mirando la gente y leyendo un poco de poesía.
El parque en el que se encuentra el templo es un sitio maravilloso.
También es un lugar ideal para ver los atardeceres bonitos de Madrid.
Para concluir un finde de disfrute, decidí salir el domingo por la mañana a dar un paseo temprano por mi barrio. Como suele pasar durante estas vueltas, acabé bajando a la zona del río, donde fui de las primeras personas en entrar en el invernadero municipal al abrirse sus puertas a las 10am en punto.
Dentro de la estructura intrincada de hierro y cristal, disfruté el alivio fresco y me desconecté del mundo durante unos minutos entre la flora tropical de sus salas. Me vi especialmente cautivado por una planta cuyos colores brillantes de rosa y verde lima se vieron acentuados aún más por el sol que entraba por la ventana.
Al salir del invernadero, me planté en una terraza con vistas sobre esta zona y me pedí una jarra de cerveza para refrescarme después de tanto caminar. Me imagino las pintas que tenía al estar allí bebiéndome una pinta a las diez y media de la mañana, pero como actualmente no estoy tomando alcohol la cerveza en cuestión no tenía alcohol – ¡y fue muy necesaria!
Con eso más o menos resumo las últimas dos semanas, cuyo cambio repentino de clima desde un diluvio a un bochorno ha causado un cambio igual de radical en mis planes. Iba a bromear que he pasado de quedarme en casa por la lluvia a quedarme en casa por el calor, pero ahora veo que sí que he hecho bastantes cosas. Supongo que allí está la belleza de este blog, sirve a modo de recordatorio para cuando mi mala memoria me falla.