14.01.24 — Diario

Navidad en familia

Después de un fin bonito al 2023 en Madrid me tocó realizar mi peregrinación anual de vuelta a Inglaterra. Para eso, cogí un vuelo al aeropuerto de Mánchester… ¡o eso creía!

Los problemas empezaron en el tren hasta Barajas, un viaje que se interrumpió al anunciarse que el tren finalizaría su trayecto unas estaciones antes de llegar al aeropuerto. Como siempre, había dejado un poco de margen en mi plan para abordar imprevistos así, pero al pasar frío en el andén y pensar en lo concurrido que estaría el aeropuerto dadas las fechas, decidí llamar a un taxi y acercarme a la terminal con estilo.

Una vez pasado por las colas considerables del aeropuerto, me subí al avión de camino a Mánchester. Al empezar el descenso, pude ver sol ponerse encima de la capa de nubes. En el cielo también lucían unas nubes de arco iris, un fenómeno raro que desafortunadamente no se percibe bien en las fotos que saqué.

Tras unos minutos admirando el atardecer, el avión empezó a girar y la escena colorida se me fue. Me volví a acomodar en la butaca hasta que volvió el atardecer, con lo cual me puse a sacar más fotos de las nubes que se estaban poniendo rosas. Empezamos a girar de nuevo y volvió a desparecerse el atardecer.

La tercera vez que volvió el atardecer fue el momento que me di cuenta que estábamos dando vueltas. Miré a mi alrededor para ver si alguien más se había fijado, pero no les veía muy interesados. Fue en aquel momento que me acordé de un comentario rápido que me había hecho mi madre esa misma mañana: que hacía mucho viento en Mánchester.

Dada mi obsesión con los documéntales sobre los aviones, até cabos y deduje que teníamos que estar volando un bucle de espera mientras se bajaba el viento en Mánchester. Esta estimación se confirmó enseguida por el capitán, que nos avisó que iba a intentar aterrizar en Mánchester pero que tal vez tendríamos que acercarnos a otro aeropuerto cercano si las condiciones no mejorasen allí.

Eventualmente empezamos a descender desde nuestra altitud de espera justo encima de la capa de nubes. Fue entonces que nos dieron las noticias sorprendentes: íbamos hacia Birmingham, una ciudad en medio del país.

¡¿Qué?! Cuando habían mencionado los «aeropuertos cercanos» yo me había imaginado ciudades como Leeds o Liverpool, pero ¿Birmingham? ¿Como se suponía que iba a llegar a casa desde allí? Algo se dijo sobre unos autobuses pero ya me estaba imaginando que el caos causado por este viento iba a provocar muchos retrasos más antes de llegar a Mánchester.

Acerté en mi predicción. Al aterrizar en Birmingham pasamos casi dos horas encerrados en el avión esperando la llegad de unos buses que nos llevasen a la terminal. Más de 40 vuelos habían sido desviados hasta el pequeño aeropuerto esa noche, así que la infraestructura del mismo estaba sufriendo con el influjo.

Me había jurado que no pisaría nunca Birmingham, pero aquí me encontraba contra mi voluntad.

Afortunadamente mi madre es muy astuta y estaba rastreando mi vuelo, así que sabía lo que estaba sucediendo. Amablemente mis padres bajaron hasta Birmingham a recogerme, salvándome así de la idea horrible de tener que esperar a unos autobuses que probablemente llegasen con el mismo retraso que los de la terminal.

Después de tanto drama, por fin llegué a casa para trabajar desde allí mi último día laborable antes de la Navidad. Tras desconectarme, pasé esa primera noche cenando con Amber en un sitio italiano en el centro de Burnley. La pobre estaba afónica esa noche, así que quedamos en volvernos a ver e ir al teatro juntos en otro momento de mi visita.

El día siguiente me reuní con Danni y Abi para nuestro intercambio anual de regalos. Quedamos en un restaurante de crepes y acabamos echándonos muchas risas al desenvolver los regalos tontos que nos habíamos hecho. Esta histeria seguramente se alimentó en gran parte por el azúcar excesivo presente en nuestros crepes y chocolates calientes.

Encuentro belleza extraña en los rincones más feos de Burnley.

Luego fuimos a hacer unas compras navideñas de última hora y me despedí de las dos en la estación de autobuses antes de acercarme a un sitio que había indicado mi padre que me recogería. En un momento de mala suerte se puso a llover justo el mismo momento que salí a la calle. Esta lluvia se combinó con el viento para crear unas condiciones poco envidiables y que seguramente fueron lo que me dejó con una tos horrible…

El día siguiente era ya nochebuena, lo cual conlleva unas costumbres navideñas tanto viejas como nuevas. Como novedad, mi madre había reservado para que comiéramos en un gastropub local. Disfrutamos de comida británica muy rica (sí, existe) en un entorno caliente y acogedor. Desde allí nos acercamos al siguiente destino, un pub también.

Cada nochebuena intentamos pasar por el pub del pueblo para reunirnos con viejos amigos y vecinos de nuestra infancia. Este año hicimos lo mismo y nos echamos un buen rato hablando con la gente en cuyos jardines antes jugaba y a los que intentaba liar para que se apuntasen a mis proyectos raros como las montañas rusas caseras o espectáculos montados en el jardín…

Llegamos a casa justo antes de la medianoche, pudiendo así desearnos una feliz Navidad justo antes de acostarnos.

Unas diez horas después estábamos reunidos en el salón para desenvolver los regalos. Enseguida llegaron mis tíos con una olla enorme de crema de coliflor, algo que comemos todos los años pero que este año sería algo distinto. Esta vez la prepararon mis tíos, que se apuntaron a las celebraciones tras unos cuantos años de pasar el invierno en Murica.

Luego llegó el gran suceso. Tras cocinar un poco durante mi visita a Inglaterra en noviembre, mi madre me había encargado con hacer la cena de Navidad por primera vez en mi vida. Después de la comida y mientras los demás se sentaban en el salón, saqué mi plan híper detallado y empecé la odisea de prepara todos los componentes de una cena navideña británica tradicional: el pavo, los coles de Bruselas, los nabos, las zanahorias, las patatas asadas, la salsa gravy (un caldo espeso de carne), la salsa de pan, las salchichas envueltas en beicon…

Solo hubo un retraso pequeño mientras me luché con la salsa gravy, siendo esta la primera vez que la había hecho desde cero. En nada llamé a todo el mundo a que se sentasen y la cena fue todo un éxito. Creo que hice un buen trabajo en general, pero lo que más orgullo me generó fue mi gravy, una salsa que hice con el jugo del pavo y las verduras, un poco de harina y un chorro de vino de Jerez. ¡Supo a gloria!

Aquí estamos la familia inglesa, con los gorros de papel típicos y todo.

Pasé una muy buena Navidad en familia y el día siguiente también tiene nombre en inglés: Boxing Day. En este día hubo una de las pocas veces que tuve la valentía de enfrentarme al frío y salir de la casa. Mi hermana quería salir a correr por el canal, así que la llevamos mi padre y yo hasta allí, donde los dos optamos por una vuelta más tranquila por la zona.

Esa tarde volvimos a salir de excursión, esta vez con mi madre. Fuimos a pasear por los terrenos de Towneley Hall, una casa señorial antigua que se encuentra en medio de 440 acres de zona verde. Al toparnos con un camión de helados, Ellie y yo decidimos que queríamos uno, cosa que nos arrepentimos al tener que pagar casi 5€ por helado. Este tipo de helado en inglés se llama un «99», ya que hace unos años valían 99 peniques cada uno. Como cambian los tiempos…

Durante los próximos días me puse a hacer todo tipo de cosas. En casa monté mi colección antigua de focos y luces de discoteca y teatro por lo que tuvo que ser la primera vez en años. Me sorprendió descubrir que casi todo seguía funcionando, solo tuve que cambiar un fusible y un par de bombillas tras tantos años de tenerlos abandonados en un ático polvoriento.

Siempre me ha enamorado la combinación de luz colorida y el humo para visualizarla.

Otra noche volví a quedar con Amber para que nos acercásemos a Mánchester. Ella había recuperado su voz pero esta vez yo estaba luchando contra una tos persistente: ¡cambio de roles! A pesar del dolor de garganta pasé una tarde muy bonita. Cenamos en un restaurante griego y fuimos a ver una función en un teatro guapísimo que se llama The Royal Exchange.

Para poner fin a su visita a casa, Ellie dijo que quería ir a jugar a los bolos. Hace años que no había ido a la bolera del pueblo, pero cuando propuso el plan yo me apunté entusiasmado, ya que recientemente vi un vídeo que explicó el funcionamiento de las máquinas que reponen los bolos y este me había dejado con ganas de probar el deporte una vez más.

Como era de esperar, fue de risas. Una vez encontré una bola que no pesara demasiado y cuando por fin me convencieron que mi técnica de fuerza máxima siempre quizá no fuera la mejor, empecé a derribar bolos sin parar.

Una toma de acción mientras me preparo a fallar completamente los dos bolos.

El día siguiente tocó celebrar la Nochevieja. Quedamos Abi, Danni y yo en casa de Abi, donde cenamos pizza y nos tomamos unas copas mientras participamos en un concurso sobre las montañas rusas que habíamos encontrado en YouTube. Menudo trío de frikis somos…

Desde allí fuimos a la casa de los vecinos de Abi, donde tenían montada una serie de juegos. Nos reíamos mientras intentábamos meter pinzas en botellas, emparejábamos palabrotas en cartas y luego corríamos por la casa para un juego que se llamaba «la lista de la compra». Este juego supuso buscar ítems en listas escondidas por toda la casa y apuntarlos. Cuando teníamos apuntados los precios de todos los ítems, teníamos que sumar bien el valor total. ¡Fue agotador, tanto a nivel físico como mental!

Casi empecé el 2024 corriendo por la casa de un desconociendo mientras buscaba el precio de un brócoli ficticio.

Los tres vimos el inicio del año desde la tranquilidad del salón de Abi, donde tuve que sustituir las uvas por unos botones de chocolate: los británicos no hacen lo del champán. Vimos los fuegos artificiales de Londres desde el sofá, nos deseamos un feliz año y fuimos a dormir. Así me gusta.

Pasé mi último día en el Reino Unido en Leeds con Emily y Lincoln. Emily había parido su primer hijo, Charlie, en octubre, así que tenía mogollón de ganas de ir a conocerle antes de volver a España. Fue todo un placer verlos a los tres y pasar tiempo con el pequeño Charlie, aunque sí que es verdad que me preocupa que me entren ganas de tener un hijo tras pasar tiempo con un bebé tan precioso y tranquilo.

No tuve mucho tiempo para reflexionar sobre esto, sin embargo, ya que el día siguiente estaba saliendo de casa antes del mediodía. Me acerqué al aeropuerto de Mánchester a través de la red ferroviaria dudosa que tenemos en el norte de Inglaterra, pero al final todo fluyó bien y llegué a la terminal buscando mi vuelo no a Madrid, sino a Santander…

Muchas gracias a mi hermana, Eleanor, por dejarme utilizar algunas de las fotos excelentes que sacó en su cámara analógica.