De vuelta al pueblo

Parte I

Salgo de casa y apesta a mierda. Pero no es ese hedor de alcantarilla podrida que persiste por las calles de Madrid, es otro. Es más dulce. Huele a Inglaterra profunda. Huele a casa.

Se nota que el granjero que ha ido regando sus campos de estiércol lo ha hecho con mucha alegría, lanzando su caca por todos lados y en abundancia. Por lo menos no ha llegado a salpicar nuestra calle con su fertilizante.

Pero ahora veo que tampoco hace falta que lo haga, ya que tres de sus ovejas se han escapado y están caminando por la acera, seguramente al punto de ensuciarla. Observo la escena graciosa de las tres bestias enmarcadas por la imagen de un chalé perfecto en el fondo. Estas vistas las disfrutamos desde nuestra casa gracias a la ansiedad nerviosa de nuestra querida vecina. Por lo menos, mientras su cabeza le obliga a recortar el césped por enésima vez, no tenemos que aguantar sus cotilleos sosos y sus aires de superioridad.

Veo a las ovejas acercarse al césped para almorzar un poco y pienso que debería decir a mi padre que avise al granjero. Yo no sé cómo se realiza esta comunicación: ¿Tendrá mi padre su número de teléfono? ¿Se le grita desde una ventana? ¿Señales de humo? A saber.

La estrategia de mi padre parece ser hacerles caras hasta que se larguen. Le dejo allí mientras voy bajando el resto de la calle, pasando por las casas de los vecinos con los que nunca he hablado. Está la casa de los viejos majos (no me cobraron por rayar su coche con el mío), la casa de la choni cuyo niño deja sus juguetes tirados por todo el jardín y luego está la casa de la familia de frikis que decoran su pequeño hogar con tantas cosas durante cada festivo que creemos que tienen que tener una segunda casa para almacenar tantas calabazas hinchables.

Luego paso por en frente de los setos altos que rodean la casa del narco. En la calle de en frente está la típica colección de coches aleatorios, pero mi gran pregunta es si el tipo está en casa o si le han vuelto a meter en la cárcel. Veo que parece que han convertido uno de sus dos garajes ilegalmente construidos en una especie de Airbnb, me pregunto cómo este momento de supuesto emprendimiento encaja en su universo criminal.

Convivir con delincuentes es el precio que se tiene que pagar para poder vivir en un pueblo bonito cerca de la ciudad. Dicen que es un sitio pijo, pero yo discrepo. Decir eso es como decir que soy un pijo porque vivo en un cubo de basura mientras los demás viven en un vertedero. Es relativo.

Llego a la plaza del pueblo en la que se encuentran toda la oferta recreativa del mismo: una iglesia, un salón de té, un fish and chips, un pub, un gastropub (es decir, un pub caro con comida recalentada) y una tienda de ropa para viejas que se montó tras el cierre de la oficina de correos al jubilarse el dueño. Era algo joven para jubliarse, pero que te amenacen con un hacha para que saques todo el dinero de la caja tampoco es plan, así que se lo permitimos.

En la parada del autobús intento descifrar la tabla del horario. Arrugada con los años, manchada por la lluvia y un poco borrosa gracias a la gran polla que han grabado en el plástico que la cubre, veo que queda un buen rato para que llegue el autobús. Me meto en la tienda y compro unas chuches como hacía de pequeño. Pido un cuarto de bolitas gomosas de fresa. Hasta el día de hoy no sé de qué es un cuarto. ¿Un cuarto de tonelada? Ya me gustaría.

El bus huele a quemado, un placer por lo cual me sablean casi tres libras. Esquivando la mirada del gordo que parece derretirse en uno de los asientos delanteros, me meto más al fondo — pero la última fila no, no soy un criminal. Asegurándome de no sentarme encima de un chicle masticado aplastado a la tela del asiento, me acomodo para el viaje de 20 minutos hasta la ciudad.

Vamos pasando por la zona donde viven todos los ancianos. En cada parada se suben cada vez más al autobús y el olor a quemado empieza a matizarse con el olor a muerte. Supongo que un crematorio olería algo así.

Al salir de este barrio hay que incorporarse en una vía grande a través de un giro a la derecha, cosa complicada en las calles británicas. El autobusero se pega un frenazo durante uno de sus intentos y en ese instante una de las ancianas se cae como una piedra.

Drama en el bus.

Mientras los de los asientos delanteros se levantan (menos el gordo, claro) a ver que tal está, yo me tuerzo la cara y hago los gestos obligatorios para enseñar que estoy preocupado. Si solo supieran que mi preocupación viene de esta inconveniente en mi viaje. Si esta faena tarda mucho en solucionarse, voy a tener que ir andando, y no me gusta ir andando. 

Al final levantan a la señora y se baja del bus. Bien, podemos seguir de rumbo. Me bajo en la estación de autobuses de la ciudad y observo lo que tanto echaba de menos.

Bajo el techo de esta construcción moderna y realmente bonita se encuentra una colección de desgraciados sin igual en ningún otro lado del mundo.

Están las chonis con sus caras naranjas que van soltando nubes con sus vapes. Al lado están sus novios, vestidos todos en el mismo abrigo negro de Helly Hansen y con una expresión de mala hostia que solo puede nacer de los niveles peligrosamente altos de masculinidad que corren por sus venas.

En este safari antropológico observo que así son los uniformes que se te asignan al nacer en mi pueblo: si sales hembra, maquillaje naranja; macho, pues ese abrigo de Helly Hansen. Debería comprarme uno yo, que aquí dentro hace un frío de pelotas. La obra del arquitecto muy bonita, pero no sé por qué es todo de cristal en una ciudad famosa por ser de las más frías y lluviosas del condado.

Echo en falta a Mad Mary, la loca del pueblo. Lo digo con cariño, que gente rara por aquí la hay de sobra, pero ella era diferente. Entre sacudir su bastón violentamente a la gente joven (te entiendo, Mary) y gritar furiosamente a las palomas (también lo puedo llegar a entender) se convirtió en todo un icono de la ciudad. En paz descanse.

Empiezo a acercarme al centro, un camino que me lleva por el lado de la discoteca que lleva abandonada desde que nací, la frutería donde antes compraba cerezas con mi abuela pero que ahora se ha convertido en otra casa de apuestas más y luego el pub con la fama de acoger a la gente más chunga de esta ciudad entera de chungos. He ido, tiene unas salchichas al curry a buen precio.

Han reformado la calle principal. Los macizos elevados se han cambiado por otros macizos elevados. Las papeleras ahora son otras papeleras. Las baldosas se han quitado y han cubierto la vía con otras baldosas. Todo muy innovador.

Pero por mucho cambio estético realizado, no han podido cambiar a la gente que frecuenta esta calle. Navego entre los drogadictos y los mendigos para llegar a mi cafetería preferida, un pequeño oasis en una de las calles del supuesto «centro comercial» que se extiende por la mayoría del centro. El tono escéptico lo uso porque nunca he visto otro en mi vida que tenga tantas tiendas de caridad.

Mientras voy llegando a mi cafetería, escucho una conmoción montarse en la calle principal. Parece que un joven motociclista que estaba recorriendo la calle echando leches se ha chocado contra algo — o alguien.

Hasta las narices ya de tanta movida, me meto dentro de la cafetería y me pido un café. Sabe a pis. Tomo nota de pedir un chocolate caliente la próxima vez.


Parte II

Queda aún para que lleguen mis amigas al centro. Me habría acercado a la ciudad más tarde si viniera el autobús con más frecuencia o bien de una manera más confiable. Pero nada, tendré que entretenerme un rato.

Salgo de la cafetería y bajo la calle, pasando por una decoración navideña bonita. Bonita en el sentido de que aún no la han llegado a reventar los jóvenes cuyo pasatiempo principal supone ir por ahí rompiendo cosas. No sé qué pretende ser este ornamento, parece un cono de tráfico enorme bañado en purpurina con un foco de luz morada por dentro. Si esto fuera Londres hubiera venido algún prepotente artístico a declararlo arte moderno y meterlo en el Tate. Por ahora aquí se queda, esperando a ser bañada en otro pis de perro o bien que la juventud venga a terminar con su sufrimiento.

Observo que lo que antes era una tienda de música ahora se ha convertido en una tienda de electrodomésticos de pago a plazos. Con los precios inflados y crueles que cobran a los más pobres por tener que dividir el pago, creo que por lo menos podrían hacer una reforma en condiciones. Por ahora tendrán que bastar unos vinilos feos pegados a los ventanales y unas cortinas de tercio pelo para tapar los hoyos en la pared que desenmascaran el uso previo del espacio.

Otros locales han tenido más suerte, viéndose pasar a ser tiendas de una libra, dónde se supone que todo cuesta justo eso: una sola libra. De adolescente pasaba por estos sitios con mis amigos y nos llenaba de alegría el poder comprar desechos así de baratos.

Pero yo nunca he sido muy fan de los juguetes por barato que sean, así que la verdad es que yo solía comprar chocolates y chuches y patatas y regalices y todo tipo de guarradas de esas tiendas. De hecho, ahora mismo me sentaría de puta madre un Toblerone de marca blanca…

No. Prohibido. Ahora soy un adulto y la gran promesa de la vida adulta que me atraía de pequeño, el poder desayunar, comer y cenar chucherías si así me apeteciera, fue una gran mentira.

Cabreado por este momento de decepción, subo al mercado para ver si por ahí hay algo más sano que puedo picar.

Me acerco al puesto de frutas dónde de pequeño iba con mi abuela. Ella me enseñaba todas las frutas y las verduras, de las más cotidianas a las más extrañas. Pero de ahí no comprábamos nada, ya que las cerezas, siendo la fruta más exótica del mundo, ya las habríamos comprado en la otra frutería, que allí salían más baratas.

Durante un instante creo ver a mi abuela, pero no, es solo otra señora baja y redonda que está eligiendo unas uvas.

Ah, no, espera, que las está mangando.

Ahora se está acercando el dueño a reclamárselo. Le dice que la ha visto intentar robarlas, ella protesta que no, que solo las metía en su bolso para no tener que sujetarlas, que ahora las iba a sacar para que él las pesara, que es una mujer de bien y que nunca se le ocurriría hacer nada del estilo.

Yo a la pobre anciana le creería si esto fuera España, donde está asumido que la gente puede usar sus propios contenedores para hacer la compra, o si los precios de la fruta no se encontraban tan inflados como para tener que recurrir al robo para comerse unas miserables uvas.

Supongo que el señor se las quitó y la dejó ir, pero no lo sé con seguridad porque ya me encuentro distraído. Veo de reojo a una compañera de mi colegio trabajando detrás de un mostrador, así que me acerco a saludarle. A ver si se acuerda de mí.

Se acuerda, sí. Será porque no he cambiado de corte de pelo desde mis tres años.

Nos ponemos al tanto un rato. Me cuenta que ha dejado la universidad para encargarse del gran imperio de su padre, un puesto de nueve metros cuadrados situado en un rincón olvidado del marcado y que te puede ofrecer viente tipos de reloj siempre y cuando el color que buscas sea un blanco amarilleado por los años. Me dice que mejor estar ganando que sacándose un grado inútil. Le asiento con la cabeza pero mi lengua no se atreve a tanto mentir.

También me cuenta que su padre se ha enfermado. Le digo que es verdad que hace tiempo que no le veo por el McDonalds. Me mira raro y pienso que me ha colado, que sabe que ya no vivo ni en el pueblo ni en Inglaterra y por ende no le habría visto de todas formas, pero resulta ser porque me estoy confundiendo de hombre y que su padre no es el loco que antes trabajaba en el McDonalds del centro.

Un poco avergonzado, hago mis excusas y me despido de ella. Salgo del mercado por la escalera de terror y pienso en el loco del McDonalds.

Me imagino que él no estaba loco cuando entró a trabajar en el mejor restaurante de mi pueblo, pero que su locura habrá sido fruto de los años de tener una labor que se dividía entre dos tareas poco envidiables. La primera era echarles a jóvenes del local por pintar sus nombres en los ventanales con ketchup. La segunda era ayudarle a mi abuela casi ciega a contar sus monedas hasta llegar a los 59 peniques necesarios para conseguirse un helado, su entrante favorito.

La gastronomía en mi pueblo no ha mejorado mucho a pesar de la llegada de la generación del Instagram. Paso por un Greggs, una cadena de panaderías que se podría considerar una institución británica más querida que la propia familia real. Le guardo recuerdos tiernos a este sitio, de sentarme en el banco de fuera y de repartirles migas de hojaldre a las palomas.

Veo un niño interactuar con las palomas de la misma manera y sonrío, hasta darme cuenta que las está intentando cazar. Me alejo un poco mientras les desea la muerte a gritos.

Las otras ofertas gastronómicas dejan mucho por desear también. Me acuerdo del alboroto que se montó al abrir un Subway, la bocadillería americana. La verdad es que no se come mal ahí, solo hay que recordar sentarse de espaldas al único baño ya que los drogadictos lo utilizan para pincharse.

Pero hoy no he quedado con mis amigas ni aquí ni en el McDonalds ni en el Greggs ni en el pub de la gente turbia. Hemos quedado en un sitio precioso que se encuentra entre la puerta de carga del supermercado y el parking donde van los clientes del Subway cuando no se estén pinchando.

El bufé chino es un sitio poco conocido. O así me gusta imaginarlo para no tener que admitirme que lo más probable es que la gente lo esté evitando activamente.

Entro y no hay nadie, como es de costumbre. Ni los peces que habían antes, que por alguna razón tengo un recuerdo borroso de venir aquí con mi familia alguna vez y echarle monedas al estanque que habitaban. Ahora está seco, su pintura azul descascarada acogiendo solo el desagüe y, por alguna razón, un ladrillo suelto.

De la nada aparece un tío animado, preguntándome si quiero una mesa para uno. Le digo que estoy esperando a mis amigas y me pregunta si tengo reserva. Ojeo el salón vacío y no tarda en decirme resignadamente que coja la mesa que más me guste.

Me planto en una silla de madera dura al lado de las filas de bandejas tapadas. Desde detrás del biombo del bambú escucho siseos de vapor, sonidos metálicos y voces, pero no veo salir nada de comida.

Cuelgo mi abrigo en la espalda de la silla, inspecciono los cubiertos y rezo silenciosamente que la comida debajo de esas tapas metálicas no lleve ahí más de dos días. 


Parte III

Salimos del bufé sanos y salvos, o por lo menos lo estamos por ahora. A partir de ya empieza la cuenta atrás, a ver como tengo la tripa dentro de seis horas.

Entre tanto vapor y el calor aceitoso del local se me había olvidado el frío que hace fuera. Cierro bien mi abrigo y los tres nos dirigimos hacia el Marks & Spencers, la tienda más noble del pueblo entero.

Antes conocida por su amplio rango de bragas para ancianas, esta cadena ha hecho milagros al conseguir reposicionarse como un proveedor de comida de calidad y regalos refinados. Eso sí, habría que estar loco para hacer la compra semanal allí, pero a mí me vale para comprar unas galletas de chocolate que no tienen igual en España por mucho que he buscado. La caja presume de que contienen más chocolate que galleta, sospecho que ahí está el secreto.

Mis sueños de chocolate se ven interrumpidos por un canto familiar. El señor que siempre se instala el espacio justo en frente de la entrada a la tienda está gritando su lema repetitivo como lo lleva haciendo desde que tengo recuerdo, cantando por los aires el nombre de la revista que está vendiendo. Hoy suena la versión genérica, pero a mí me gusta más cuando se acercan las navidades y ajusta su tonada para que encaje con una serie de villancicos. Nuestro propio Papá Noel.

Al entrar en la tienda el segurata nos observa sospechosamente. Parece que aún no se ha acostumbrado a la clientela más joven que se ha interesado por este sitio últimamente.

Pasamos por la sección de ropa femenina de marca propia que exponen en la entrada como las últimas secuelas de su pasado y nos metemos en el Food Hall. Esta es la parte que más se parece a un supermercado, con sus cajas de autopago y todo.

Una señora y su hija han metido su carrito en la cola que explícitamente se reserva para compras pequeñas con cesta. La normativa, por muy frívola que sea, siempre se sigue a pie de la letra en Reino Unido. Esto va a acabar mal.

La trabajadora canosa de la caja en cuestión carece de luz detrás de los ojos así que se acerca su compañera de mediana edad a montar el pollo por ella.

Que no pueden estar allí con un carrito. Pues que el paso es demasiado estrecho para que pase un carrito. Que la normativa de seguridad laboral require no sé cuántos centímetros de espacio libre entre una caja y otra. Pues que el software de esa caja no les deja pasar más de diez ítems a la vez. Que va a llamar a seguridad. Que se vayan a la mierda.

La madre, entre gruñidos, coge la mano de su hija y la arrastra hacia otra caja. La del pelo sospechosamente negro se vuelve a la caja vecina con la cara rojiza. La del pelo gris levanta la vista y llama al siguiente cliente como si no hubiera pasado nada.

Nosotros vamos al fondo de la tienda en busca de mis galletas. No me acuerdo en qué pasillo estaban. Entre tanta ida y vuelta acabo topándome con la panadería. En Inglaterra la inclusión de una panadería con horno propio dentro de una tienda es algo muy especial. Es como lo harían en el continente. Mucho nivel.

Veo unos bollitos frescos de los que le gustan a mi madre pero también veo que los está guarneciendo una señora despeinada con su abundante caspa. Mejor las galletas.

Mi amiga me llama, las ha encontrado. Estas van seguras, que vienen envueltas en plástico y dentro de una caja. Las cojo, pagamos y nos acercamos a la salida. La caja de autopago no me ha emitido el tique así que espero que el segurata de antes no esté muy inquisitivo. Lo estará si me ha visto apiñar la caja de galletas en mi riñonera por negar a pagar diez peniques por una bolsa.

Hemos salido por otra puerta así que ahora nos encontramos en la calle que marca el límite exterior de la zona peatonal. Es por aquí que pasan los taxis al final de la noche para recoger a la gente ciega de la borrachera. A esta gente le criticaría, pero al observar los kebabs que bordan la acera se me vienen unos recuerdos muy borrosos así que vayamos a enfocarnos en otras cosas muchas gracias.

Ha chapado el gym de la esquina que me estafó una vez. Muy bien, aunque nunca quedó claro si me timaron o si yo no tenía los cojones de llamar y comunicarles claramente que quería cancelar mi membresía. Ojalá mi mente fuera capaz de borrar can tanta facilidad las noches de hacerme el ridículo en las calles adyacentes a esta…

En fin. El gym está cerrado así que la manzana entera ahora se encuentra en un estado de abandono. Las promesas y los proyectos del ayuntamiento para reabrir el teatro abandonado junto al gimnasio han trazado años sin dejar huella ninguna en su fachada derruida. Podría ponerme poético sobre como la grandeza perdida de este gran edificio refleja la gloria pasada del pueblo industrial, pero realmente me he distraído al llegar a una institución local.

El kebab cuyo ventanal enorme ilumina la entrada sellada del teatro es respetado por todas las castas y comunidades del pueblo. Ofrecen el mejor kebab de ternera del mundo entero. Si no estuviera lleno de carne lodosa del bufé chino, me cogería uno ahora mismo.

No hay tiempo, mis amigas están avanzando a todo gas hacia otra tienda mítica. Para llegar hasta allí hay que atravesar la rotonda de la muerte, llamada así por su falta de pasos peatonales y su ubicación en una cuesta empinada donde se convergen cinco calles.

Desde el arcén barroso nos lanzamos a la carretera. La vida pasa ante mis ojos. Llegamos a la mediana intactos, pero ahora nos toca repetir esta hazaña de cruzar sin que nos aplasten.

Llegamos vivos al otro lado de la calle. Creo que ha sido mucho riesgo para conseguir unas chocolatinas que se venden baratas por estar al punto de caducar.

Dentro del B&M, siendo este el nombre de esta nave llena de productos medio vencidos, empezamos a dar vueltas por su sinfín de pasillos. Mientras mis amigas se llenan las cestas de paquetes de salsas a dos peniques y latas enormes de galletas pasadas de blando, yo solo puedo observar. No me puedo permitir tanto lujo por las restricciones sobre el tamaño de la maleta impuestas por Ryanair, aunque no dudo que si me aplicara bien podría comérmelo todo antes del vuelo mañana.

Mejor no.

Al encontrarme con un juego de muebles para el jardín me echo a una de las sillas. Me siento encima del papel que me avisa que queda prohibido hacer justo eso. Paso, veo que muchos otros lo han hecho, algo evidenciado por las arrugas y las rasgaduras en la tela. Antes decía que en Inglaterra se siguen las reglas, pero realmente esa fue una gran generalización. La verdad es que hay una especie de código social no escrito que nos guía a la hora de aceptar o rechazar una orden. No puedes pisar nunca jamás un césped acompañado por una placa que prohibe el paso, ¿pero robar vasos de pinta del pub? Todos los que te quepan en el bolso.

El suelo de hormigón de este sitio está manchado con rasgos de pintura, un guiño a su vida anterior como tienda de bricolaje. Me acuerdo de acudir a este sitio en una vida pasada para que me mezclaran el matiz exacto de pintura que había elegido para mi habitación. Al verles echar tanta base amarilla a la batidora me había dado cuenta de lo que me iba a doler la cabeza cuando hiciera sol.

Se escucha la lluvia en el tejado metálico de la tienda. Es verdad que dentro del microclima deprimente del pueblo nunca he tenido que sufrir mucho el reflejo del sol en el verde amarillento de mi cuarto.

De reojo veo a mis amigas aparecer al final del pasillo, una de ellas abrazando una bolsa de patatas que no sería de tamaño familiar sino de tamaño de una familia numerosa. A ver si me da una bolsita de las que supuestamente tienen sabor a cóctel de gambas pero que saben puramente a sal. Es que así me gustan. No me pongas las patatas al punto de sal, satúramelas de sal sin miedo.

Nos acercamos a las cajas, pasando de la zona de jardinería ya que se ubica en el exterior por lo cual está siendo atacada por el diluvio. Hay una mampara plagada de pegatinas. Algunas son etiquetas de precio y otras de bandas locales difuntas. Hasta hay una de la marca que antes ocupaba este espacio. Hoy estoy de arqueología urbana.

Saliendo de la tienda nos encontramos en frente del viaducto enorme que le pasa por encima. Cualquiera pensaría que el esfuerzo necesario para construir semejante estructura imponente significaría que sustenta algo importante, pero no. La línea que pasa por encima de este enorme puente vincula el culo de la ciudad con otro pueblo pequeño que incluso nos ganaría en desolación.

Viendo el estado del viaducto, cada vez que lo atraviesa un tren sin que se eche todo abajo en una nube de ladrillos rojos y polvo victoriano es un milagro en toda regla.

Hoy no hace falta que nos metamos debajo de sus arcos derruidos ya que vamos subiendo otra calle. Esta se cruza con el canal y es dónde se celebra el festival anual del mismo, lo cual se ve anunciado en un cartel que han colgado de una fábrica abandonada.

Noto que alguien se ha molestado a escalar la pared y quitar la «C» del cartel. Se me escapa una risa y me pregunto si apuntarme al festival anal.