06.10.23 — Diario
De vuelta a Osaka
Después de salir de Osaka dos días seguidos, tocaba que me quedara en la ciudad para disfrutar mis últimos días en Japón. Las dos excursiones a Hiroshima y luego a Nara me habían dejado algo cansado, así que no me corría prisa levantarme el día siguiente.
Eventualmente bajé a la calle y me reuní con Inés para comer. Fuimos a un restaurante de sushi en el cual se preparaba todo en el momento y se nos enviaban los platos a través de unas cintas transportadoras. Luego fuimos de compras un rato y me compré unas prendas nuevas en Uniqlo y después me hubiera comprado la mitad de la tienda en Muji si me hubieran dejado…
Sin que nos diéramos cuenta eran las 6pm, por lo cual me encontré corriendo por la ciudad buscando una oficina de correos que estuviera abierta. Al final encontramos una, pero nos quedamos confundidos al ver la multitud de señales y la manera rara en la que operaba la oficina. El que nos atendió era un amor, así que en nada ya tenía mis postales enviadas y fuimos a hacer el siguiente recado en mi listado: pillar un test de antígenos.
Inés buscó una farmacia y llegamos a la ubicación para descubrir que el edificio había sido derrumbado y se había convertido en un parking: ¡menuda suerte la nuestra! Luego buscamos otra y nos acercamos para descubrir que – y no te tomo el pelo – ese edificio también había sido demolido y ahora era un parking. ¡Que casualidad!
Eventualmente conseguimos un test, pero correr por la ciudad nos había dejado con hambre así que buscamos un sitio en donde cenar para ponerle lazo al día. Ya que no había tenido la oportunidad de probar una delicia local durante mis primeros días en Osaka, Inés me llevó a su sitio favorito y nos incorporamos en una cola larga y lenta que se dirigía hacia un sótano.
Lo que cenamos se llama okonomiyaki. Es un plato local hecho con tortitas, huevo, repollo y todo tipo de ingredientes misteriosos y maravillosos. Estas especies de tortilla se nos sirvieron directamente a una plancha incorporada en la mesa. Entre los dos compartimos las dos variedades que habíamos pedido: ¡las dos buenísimas!
Tras despedirme de Inés pasé lo que quedaba de la tarde en un onsen. Este local contaba con una zona exterior en la cual pude tumbarme en unas tumbonas sumergidas y mirar el cielo. Aunque no era tan bonito como los de Arima, sigo insistiendo que estas piscinas nudistas son lo mejor de Japón y algo que habrá que introducir a España y al Reino Unido…
El día siguiente salimos a comer más platos locales, esta vez en la forma de otro plato de ramen. Con ganas de repetir la cena deliciosa que tuve en Kioto, me reuní con Inés y Joab para visitar un sitio que Inés decía que era el mejor.
Nos tocó volver a esperar, esta vez bajo el calor del sol. Esto no supuso un problema, sin embargo, ya que había comprado unas toallitas húmedas de mentol. Este invento maravilloso me mantenía fresco a pesar del calor y la humedad. Por eso me compré muchas antes de volver a España…
La comida fue una pasada. Consistió de un ramen riquísimo de cerdo acompañado por un cuenco de carne con arroz y huevo. Otra ves estaba en la gloria: la comida de Japón es de otro nivel.
Desde el restaurante los tres nos acercamos a la casa de Yuki, la madre de la pareja de Inés. Paramos por el camino en una floristería local para recoger una rama de flores a modo de regalo. Desde allí subimos a la decimocuarta planta de un edificio azul bonito.
Resulta que Yuki había vivido en Madrid durante unos cuantos años así que me quedé sorprendido al encontrarme conversando en español. Traducía lo que podía para Joob y nos echamos unas risas, contando historias y anécdotas toda la tarde. Fue un placer conocerle a Yuki y pasar tiempo dentro de una casa japonesa.
Yuki había comprado una serie de pasteles que fueron muy bien recibidos por nosotros mientras pasamos la tarde hablando. Yo había traído uno de sus quesos preferidos de España a modo de regalo, pero a Inés se le había olvidado comentar que íbamos a la casa de Yuki directo desde el restaurante, así que la pobre tuvo que llevárselo más tarde.
Luego tuve que volver a mi hotel y hacer la maleta para volar el día siguiente. Con casi todo metido en la maleta, cogí mis yenes restantes y bajé a un par de supermercados para cargar el espacio libre de la maleta con picoteo japonés. Todo eso luego lo repartiría en España a modo de souvenirs. Bueno, casi todo, había unas cuantas habas de chocolate para mí…
Con mi dinero gastado y la maleta cerrada, bajé al metro una última vez para reunirme con Joob e Inés a pasar la tarde. Habíamos quedado en la casa compartida en la que vivió Inés durante la mayoría de su estancia en Japón. La idea era volvernos a ver con sus amigos que habían estado en la cabina durante nuestra noche de karaoke.
Al final llegamos algo tarde al barrio y a Inés le quedaba aún envolver una serie de regalos de cerámica que había fabricada ella misma. Nos sentamos en un muro debajo de un paso elevado y le echamos una mano mientras conversábamos. Fue una manera rara pero bonita de acabar mi estancia en Japón: en un barrio tranquilo en las afueras de Osaka, pateando una pelota por una calle vacía debajo de una autopista.
El sábado tuve que madrugar para coger el tren al aeropuerto. Menos mal que Inés me preguntó el día anterior desde cúal aeropuerto iba a volar yo. ¡Hubiera ido en el sentido equivocado y al aeropuerto equivocado si no!
Resulta que el bueno era Kansai International, un aeropuerto construido sobre una isla artificial en medio de la bahía de Osaka. Fue un espectáculo a contemplar, aunque es verdad que las vistas desde el tren se fastidiaban por las vallas altas que bordaban las vías.
Al llegar tuve que esperar a facturar la maleta un buen rato en llegadas porque había llegado demasiado pronto. Esta fue una decisión consiente ya que volaba con mi documento de viaje de emergencia (para saber más sobre esa saga échale un ojo a lo que pasó cuando aterricé en Tokio) y no sabía si habría más jaleo. Al final todo fue muy fácil y en nada me encontré sentado en el avión, haciendo un transbordo rápido en Shanghái y luego sufriendo un poco durante el vuelo más largo que he hecho en mi vida: ¡14 horas de Shanghái a Madrid!