25.09.22 — Diario

Nueva York con Megan

Tras despedirnos e irnos del estado bonito de Vermont, Megan y yo nos encontramos en un avión de rumbo a nuestro siguiente destino: ¡Nueva York! Llegamos al aeropuerto de JFK, esperamos una eternidad a nuestras maletas y eventualmente nos acercamos al metro para que nos llevara al centro de La Gran Manzana. Una vez en el metro, observamos unos de los famosos personajes neoyorquinos: la ciudad realmente es una mezcla de todo tipo de personas.

Luego me sorprendió ver vegetación al salir de la boca del metro más cercana al hotel donde nos íbamos a quedar. Sabía que nos bajábamos en Columbus Circle en una esquina del Central Park, pero que nos dieran la bienvenida unos árboles en lugar de unos rascacielos se me hizo raro. Luego giramos para ver la vista típica de edificios de cristal y nos metimos entre ellos para buscar el hotel.

Nuestra habitación era muy guapa, con vistas sobre el Lincoln Centre y la plaza de en frente que se forma en la intersección de Broadway con Columbus Avenue. Ahora en la ciudad en sí, me preguntaba cómo me sentiría, ya que la última vez que visité hace casi ocho años me dejó bastante indiferente.

Con las maletas deshechas, dejamos el hotel con ganas porque teníamos hambre y yo había decidido que me gustaría visitar Katz’s Deli, un sitio en el sur de Manhattan que se conoce por sus sándwiches enormes de pastrami. Había probado uno la última vez que estuve en Nueva York pero fue en un sitio aleatorio y no me había gustado mucho, así que andaba con curiosidad de probar la versión auténtica.

Llegamos cansados y bien hambrientos, pero nos pusimos a hablar con unos lugareños que dijeron que suelen venir a comer allí y nos indicaron lo que deberíamos pedir para tener una experiencia auténtica. Una vez habíamos descifrado el sistema para pedir, charlamos un rato con el camarero y nos dejó probar el pastrami famoso. Estuvo delicioso y se deshacía en la boca, así que pedí un sándwich reuben como nos habían aconsejado los lugareños mientras Megan fue a pillar unas patatas fritas y cervezas.

El sándwich fue tan delicioso como fue enorme – y menos mal que fuera tan grande ¡dado que nos había costado $26! La verdad que casi no comimos las patatas ya que la mitad del sándwich ya supuso un plato importante. La cerveza casera era muy buena y el ambiente en esta institución neoyorquina estaba eléctrico con gente de todo tipo que se habían juntado para disfrutar las carnes ricas entre pan de centeno.

Ya revividos, paseamos por las calles hasta el Puente de Brooklyn donde habíamos decidido ver el atardecer. El paseo nos llevó por unas vistas interesantes, arte callejera bonita y por el medio de los barrios neoyorquinos más míticos como Chinatown y la Pequeña Italia.

Las calles de estos barrios estaban llenas de gente y actividad, desde terrazas a vendedores ambulantes que vendían y movían sus bienes. El sol ya estaba bajo en el cielo y la hora de oro estaba pintando la ciudad con colores cálidos, así que el camino hasta el puente era muy bonito.

Llegamos al Puente de Brooklyn algo cansados, pero aún así nos montamos y pasamos por el sendero para sacar fotos y disfrutar de los colores del cielo mientras el sol se ponía sobre Manhattan. El clima marcó una diferencia para mejor de la última vez que estuve en Nueva York y crucé el Puente de Brooklyn con mis compañeras de grado – ¡esa vez nos quedamos atrapados en una tormenta de nieve!

Fue muy guay poder ver el puente a esa hora del día.

Al alcanzar el punto medio sobre le puente, decidimos que no avanzaríamos más ya que nos dolían mucho los pies. Descansamos en un banco libre y vimos cambiar los colores del cielo sobre el Puente de Manhattan que se encuentra paralelo al Puente de Brooklyn. Esta paz no duró mucho: llegó un grupo de jóvenes estudiantes y empezaron a gritar a los coches que pasaban que sonaran el pito. Era bastante gracioso, pero pasado un rato nos cansamos de ellos y volvimos a Manhattan y al metro.

También moló estar en el puente sin estar en medio de una tormenta de nieve…

La próxima parada fue Washington Square Park, un pequeño parque que estaba lleno de todo tipo de personajes, entre ellos un tipo que estaba sentado en frente de nosotros que había puesto música relajada en su altavoz. Vino un policía y le dijo que lo apagara, cosa que no le gustó a él ni a nosotros tampoco ya que estábamos disfrutando del rollo. Nos pusimos a hablar con el tío y opinamos igual que él que había asuntos más escandalosos a resolver en el parque que un poco de música…

Después nos acercamos al Comedy Cellar, un sitio famoso de comedia que estaba a unas pocas manzanas. Megan quería pillar entradas a una presentación de comedia allí pero había una cola impresionante, así que hablamos con una chica que estaba repartiendo volantes para el “Grisly Pear”. Decidimos ir allí y pillar una copa ya que andábamos muertos tras una tarde ajetreada.

En nada los cócteles nos habían revivido y andábamos con ganas de ver algo de comedia, así que compramos entradas para la presentación en el mismo lugar. No sabía que me esperaba ya que nunca había estado en un bolo así y había aprendido que el humor estadounidense es algo extraño, pero andaba emocionado al entrar en el teatro pequeño.

La presentación fue muy graciosa a pesar de la cantidad pequeña de espectadores. No podía creerme la cantidad y la variedad de cómicos que se subieron al escenario, que oscilaron entre funciones divertidas y otras que no nos hicieron gracia ninguna. Los cómicos buenos nos tenían partiéndonos de la risa y luego fue muy interesante ver cómo seguían los que no conseguían sacar ni una risa. Fue una experiencia nueva que me encantó.

Megan y yo salimos del club de comedia muy animados y nos encontramos con una pizzería al lado. Allí pedimos un par de trozos enormes y nos sentamos en su terraza para zamparlos y empaparnos en el ambiento nocturno que había en la calle. Desde allí nos tuvimos que colar en un bar para que pudiera ir al baño, después del cual bajamos al metro para ver a unos acompañantes inoportunos: ¡ratas! Les sacamos unas fotos, llegamos (eventualmente) a nuestra parada, compramos unas chucherías de una farmacia 24h y nos fuimos a dormir.

¡Menudo primer día en Nueva York!

El día siguiente me desperté con algo de dolor de cabeza, cosa que Megan solucionó en un instante ya que había salido a comprar unos bagels con queso fresco. Diría yo que fueron los mejores bagels que había probado jamás por su textura gomosa y el queso rico. Después nos subimos a uno de las características más guapas del hotel, una piscina en la azotea que contaba con vistas sobre Broadway. Era pequeña pero un chapuzón en su agua fresca me quitó el dolor de cabeza en un instante.

Bajando a Central Park, luego alquilamos unas bicicletas y nos fuimos a empezar la primera actividad del día, una vuelta por el parque icónico. Tras quitarme el carné de conducir a modo de garantía, los dos nos incorporamos en el flujo de ciclistas que estaban haciendo lo mismo y llegamos a la primera parada: el embalse.

No me interesaba mucho visitar un embalse: los hay bastantes en mi pueblo en el Reino Unido. Solo fue cuando habíamos atado las bicis a una farola y al llegar a las orillas del embalse que entendí por qué valía la pena ir. El espacio abierto creado por el embalse proveyó unas vistas impresionantes sobre Manhattan y los reflejos sobre el agua fueron la guinda al pastel.

Tras esta parada, seguimos hasta el limite norte del parque. Una bajada al lado de unas obras fue muy divertida, pero lo que baja luego tiene que volver a subir. Esta subida tomó lugar en la “Great Hill” (“la gran colina”, un nombre muy apto) y casi me dejó muerto. Perduré un rato y por fin llegamos de vuelta al alquiler de bicis y compramos unos batidos enormes para tener la energía a seguir tirando.

Desde allí pillamos el metro hasta Times Square, donde teníamos una idea en mente. No me interesaba mucho volver a visitar la plaza ocupada y llena de trampas turísticas, pero andamos con un objetivo: conseguir unas entradas baratas para ver un musical en Broadway. Nos incorporamos en la fila enorme que ya se había formado, donde nos informaron que habría una espera de unos 45 minutos.

Hacía calor y estábamos cansados y sudados de la vuelta en bici, pero aún así aguantamos, motivados por la posibilidad de pillar unas entradas al musical que habíamos concordado que queríamos ver: Moulin Rouge. La cola movía lentamente pero constantemente y en una hora ya nos encontramos en la taquilla.

El resto ya es historia: conseguimos comprar un par de entradas para ver Moulin Rouge en Broadway esa misma tarde. Las entradas nos salieron más baratas que lo normal pero no fueron baratas como tal: ¡$115 cada una! Al fijarnos en el plano de butacas nos dimos cuanta que había valido la pasta, íbamos a estar sentados a tan solo dos filas del escenario y un poco a la derecha. Estábamos impresionados y emocionados pero también hambrientos, así que compramos un bocadillo de una bocadillería algo turbia mientras nos emocionábamos más al hablar de la suerte que habíamos tenido.

Ya de vuelta al hotel, subimos el bocadillo a la azotea donde disfrutamos de nuestra comida sorprendentemente deliciosa y nos echamos un baño rápido en el agua fría. Después tuvimos que bajar a la habitación para ducharnos y alistarnos para el teatro: ¡se nos agotaba el tiempo!

Pillamos un taxi al teatro, en parte porque queríamos vivir esa experiencia, en parte porque no queríamos arrugarnos la ropa y en parte porque íbamos contrarreloj. Llegamos con tiempo suficiente como para pedir un gintonic y una botella de agua antes de que empezara la función.

Al entrar en el teatro nos quedamos boquiabiertos. Todo estaba iluminado de rojo y salpicado con lucecitas blancas y el escenario tenía un nivel de profundidad y detalle que nunca había visto antes. Tras sacar unas fotos, encontramos nuestras butacas y empezó el espectáculo.

La función fue todo un espectáculo. La iluminación, las música, el vestuario, la interpretación, el canto, las pirotécnicas, la trama: era todo perfecto. El diseño del escenario y cómo se movía fue un flipe. Supuso un ataque a los sentidos en el mejor sentido de la frase.

En el descanso habían unas colas importantes para ir al baño así que fui a comprar otro gintonic. Decidí permitirme una copa de mi ginebra favorita, Hendicks, pero eso fue un error: ¡me cobraron $34!

El segundo acto luego fue mejor aún que el primero. Me eché a llorar mucho durante los momentos más tristes de la historia y luego el final me abrumó por completo. Fue una mezcla loca de musica y baile y canto y confetis.

Una vez concluida la obra y después de sacar unas últimas fotos en el teatro salpicado por confetis, salimos afuera al aire fresquito y nos pusimos a buscar algo para cenar. Aún andábamos emocionados y las concentraciones de gente que estaban esperando a que salieron los actores fueron una locura, pero las atravesamos y pillamos la cena en un restaurante que encontramos por el camino.

Me pasé al pedir pollo frito con macarrones con queso y ensaladilla de pepinillos: obviamente se me había olvidado que las raciones en los EEUU son enormes. Megan fue más lista y se pilló un para de platos más pequeños. Todo estuvo muy rico, a pesar de mis dudas continuas sobre los méritos culinarios de los macarrones con queso…

Luego fuimos la hotel en pie, pasando por el Lincoln Centre y un disco silencioso que habíamos montado en la plaza en frente de la entrada a este edificio mítico. Sacamos alguna foto pero andábamos demasiado cansados como para apuntarnos al baile, así que volvimos a la habitación y nos acostamos.

Había sido otro día loco en La Gran Manzana, uno en el cual se había cumplido mi sueño de ver un musical en Broadway. ¡Ni tan mal!

El día siguiente empezó tarde ya que me había vuelto a quedarme dormido hasta tarde. Megan había salido y había comprado un desayuno de un mercado de agricultores con el que se había chocado por el camino. Compartimos unos trozos de tarta de zanahoria a modo de desayuno – ¡no me quejaba!

Luego caminamos por Central Park, en donde vimos unas vistas que no habíamos podido ver el día anterior por estar montados en bici. Nos sentamos un rato para disfrutar la musica de un violinista, después del cual nos bajamos al estanque que estaba igual de petado de turistas que tortugas. A las tortugas les daba igual acercarse a los espectadores, así que nos quedamos un rato sacándoles fotos.

Saliendo del parque al lado opuesto al que habíamos entrado, entramos en el primer museo del día: el Neue Galerie. Megan quería ver una obra de Gustav Klimt, el Retrato de Adele Bloch-Bauer I, así que nos acercamos a esta pintura famosa. La historia detrás de la obra me fascinó, pero también descubrí las ilustraciones y pinturas de Egon Schiele, otro pintor expresionista que fue estudiante de Klimt.

Desde el Neue Galerie cruzamos la carretera y nos metimos en el mamotreto de museo que es el Museo Metropolitano de Arte. Era igual de enorme y aplastante que me habían avisado, así que decidimos seguir la ruta recomendada para ver los objetos más destacados. Yo tenía ganas de ver el Temple e Dendur, un templo hermano al Templo de Debod que se encuentra aquí en Madrid que también se mudó piedra a piedra de Nubia en Egipto.

Fue una pasada ver otro templo de Nubia dentro de un espacio tan icónico.

Echamos un rato admirando el templo que está expuesto en una sala enorme e impresionante dentro del museo. Me encontraba conflictuado por su método de preservar la estructura anciana comparado con el templo en Madrid. En Nueva York lo tienen en una sala con un ambiente regulado y en una condición perfecta, pero en Madrid se ha dejado expuesto a los elementos. Por otro lado, el templo en Madrid es totalmente accesible y abierto a todos, mientras en Nueva York lo tienen detrás de pantallas transparentes y el precio alto de la entrada al museo.

Entre las otras exhibiciones que me gustaron fueron la reja del coro de la catedral de Valladolid, una tabaquera incrustada con diamantes y un ramo de flores de Faberge. También pasamos por una serie de recreaciones de las habitaciones de casas aristocráticas y palacios de Europa antes de salirnos fuera a comer.

Para comer nos compramos unas salchichas grasas de un puesto ambulante que se había aparcado en frente del museo. Ya que los museos y Nueva York en sí agotan mucho, no me sorprendió que Megan me dijera que no quería volver a enterar en el museo y que iba a ir a una tienda que quería visitar. Nos separamos para pasar la tarde y yo me volví a meter al Met para ver qué más me podría interesar.

Empecé mi viaje en una exhibición llamada Chroma, que fue una exploración interesante que buscaba revelar los colores intensos originales de la escultura y arquitectura romana y griega que se suele ver solo en mármol o piedra blanca. Luego me acerqué a una exhibición sobre las fotografías de Berns y Hilla Bercher, después de la cual me cansé viendo una serie de planos técnicos y me fui del museo.

Hasta la arquitectura del propio museo parecía una exhibición en sí.

Desde el Museo Metropolitano, me subí a un bus y a la tienda de Apple en la quinta avenida. Desde mi última visita, la escalera y el ascensor de cristal debajo el cubo de cristal famoso se habían cambiado por una escalera de acero y un ascensor espejado. El espacio sorprendentemente amplio abajo se había remodelado con árboles y unos tragaluces que iluminaba con una cantidad impresionante de luz natural.

No vi nada más de interés, así que pillé otro bus hacia el sur y la próxima parada en mi viaje solo: la Terminal Grand Central. Al entrar en la estación icónica de trenes, me vi más conmovido que me había imaged por su vestíbulo enorme y su techo alto pintado.

Ahora algo cansado yo también, salí de la terminal y me subí al metro de vuelta al hotel, dónde descubrí la fuente de una canción molesta al estilo de una caja sorpresa que se oía desde la habitación del hotel: un camión de helados que estaba aparcado en frente del Lincoln Centre.

Reunido con Megan en la habitación, los dos nos echamos una siesta substancial que nos dejó algo mareados. Saqué unas fotos desde la ventana y los dos subimos a la azotea para que yo le llamara a mi hermana para desearle un feliz cumpleaños. Menuda videollamada fue: ella estaba tomando algo en casa con su novio y mis padres y yo les estaba mostrando el atardecer sobre los rascacielos de Manhattan.

Fue de ensueño ver el atardecer y mirar el mundo pasar desde el tejado del hotel.

Después nos duchamos y salimos a la novena avenida al lado del hotel para tomarnos algo antes de cenar. Acabamos en un sitio italiano muy bonito en un callejón en donde probé uno de los cócteles más ricos que había probado jamás. Animados por las bebidas deliciosas, pillamos unos platos para cenar siguiendo las recomendaciones de una mujer que estaba sentada a nuestro lado en la barra.

Este cóctel llevaba ginebra y otros ingredientes excelentes que ya se me han olvidado.

La cena fue muy rica y nos lo estábamos pasando bien, pero decidimos acabar allí la noche y volver al hotel ya que andábamos reventados de tantos planes en Nueva York. Por el camino nos metimos en otra farmacia 24h para comprar algo de picoteo, cosa que nos vino bien ya que acabamos viendo un par de capítulos de Derry Girls en la cama ya que no podíamos dormir gracias a la siesta que habíamos echado unas horas antes.

No sería Nueva York sin una tubería aleatoria en plena calle que emite vapor.

El día siguiente nos despertamos tarde y no nos dimos prisa en levantarnos ya que el único plan que teníamos era salir a desayunar juntos. Para eso, nos cercamos a una cafetería que había encontrado Megan que estaba a un par de manzanas del hotel. Hablamos un buen rato mientras comíamos y agradecí el café medio bueno que me pusieron después de beber tanto café asqueroso desde aterrizar en los Estados Unidos.

Luego volvimos al hotel y descansé un rato mientras Megan se hizo la maleta. Saliendo del hotel, la acompañé hasta la estación de metro más cercana y nos tocó despedirnos el uno del otro. Tras tres semanas juntos en Canadá, Vermont y ahora Nueva York, era hora de que se nos partieran los caminos. Megan iba a volar de vuelta a Burlington para empezar a trabajar el día siguiente mientras yo me quedaba un día más en La Gran Manzana antes de ir a mi siguiente y último destino – pero eso se revelará en breve.

Por ahora, me puse triste al ver a Megan bajar la escalera y coger el metro de vuelta al aeropuerto, pero también estaba emocionado para ver que iba a hacer en estos 24 horas que tenía yo solo en la ciudad enorme que es Nueva York…