16.08.23 — Diario

Kioto

Tras un par de horas de sudoku en el tren bala desde Tokio, los altavoces anunciaron que efectuaríamos una breve parada en Kioto y que los que se fueran a bajar estuvieran bien preparados. Un poco agobiado por la idea de perder mi parada, cogí mis cosas con prisa y me eché del tren a la humedad sofocante de Kioto.

Enseguida procedí a perderme en la estación mientras buscaba una manera de bajar a las líneas del metro sin tener que cargar mi maleta por las escaleras. Al final me rendí y tuve que hacer justo eso, así que supuso un gran alivio la llegada del tren y sus vagones frescos del aire acondicionado.

El hotel que había reservado me trajo muchos recuerdos. Hace unos años trabajamos en la actualización de la marca de la cadena hostelera EN Hotel en Erretres. Había avisado al equipo de EN Hotel de que iba a visitar este, el primero de sus hoteles que se renovó con la nueva marca, y me conmovió encontrar en la habitación una nota de ellos que me dio la bienvenida a la ciudad.

Cansado del viaje, me eché a la cama a dormir la siesta, después de la cual salí a explorar de noche el centro de Kioto y buscar algo de cena. Por el camino me topé con un festival callejero que formó parte de las festividades de le época, así que me quedé un rato sacando fotos. Luego me acerqué a un restaurante de curry japonés que habían recomendado mis contactos del hotel.

Estas linternas formaban parte de una carroza enorme.

Mi primera experiencia en un restaurante japonés no empezó del todo bien. Me senté y pedí antes de darme cuenta que no llevaba efectivo encima. Pregunté si podía pagar con tarjeta, obtuve una respuesta negativa y tuve que preguntar dónde se encontraba el cajero más cercano. Mientras el tío de la barra empezaba a preparar mi cena, yo estuve corriendo hacia un Family Mart para sacar dinero. ¡Menudo comienzo!

El drama valió la pena al final: el curry estuvo riquísimo, aunque eso sí, picaba lo suyo. Esto se solucionó fácilmente con el yogur y las verduras en vinagre que venían con el plato. Mientras disfrutaba del plato y su buena presentación, el cocinero me preguntó de dónde era. Le expliqué que soy del norte de Inglaterra y de un pueblo cerca de Mánchester, después de lo cual fue y cambió la música del bar a un álbum de The Smiths, un pequeño gesto que me tenía sonriendo como un tonto.

Al acabar mi cena, hablé un rato con el dueño del restaurante antes de salir a explorar un poco el centro de Kioto. Me crucé con una de las vías principales, la cual se veía pintoresca al estar decorada por linternas y otros motivos. El cansancio me llegó enseguida, sin embargo, así que cogí un autobús un par de paradas a mi hotel y me fui a la cama.


El día siguiente desayuné en el hotel y cogí un autobús al barrio de Gion en el este de la ciudad. Esta es la zona más famosa de Kioto, conocida por sus templos, sus geishas y sus calles estrechas que lo conectan todo. Tras empezar el día sudado y perturbado por un tufo, estaba esperando que el primer templo me levantaría el ánimo y aportar un poco de sombra.

Este era el templo de Yasaka, un complejo bonito y lleno de estructuras, linternas y sendas. Estos caminos pasaban entre bosques frondosos salpicados por santuarios y otros símbolos. Uno de mis descubrimientos favoritos fue el lavabo lleno de flores que aparece en la foto de arriba.

A pesar de estar rodeado por tanta belleza, en breve me venció el calor opresivo. Para recuperarme me bebí un Aquarius, salí del templo y me senté debajo de un árbol bonito en una zona verde detrás del templo. Esta zona era el parque Maruyama, un sitio que entiendo que luce muy bonito en primavera gracias a su cerezos, pero en ese momento me valía a modo de un santuario del sol constante.

Cuando ya me encontraba mejor, salí del parque y me metí en el laberinto de calles antiguas que forman Gion. Pasé por muchos edificios bonitos que demostraban las distintas épocas arquitectónicas de Japón, desde santuarios de madera roja hasta casas minimalistas.

Los edificios que abrazan las calles de Gion son una pasada.

Un detalle tonto que me fascinaba fue la manera en la cual desaguan los tejados. En vez de contar con una tubería vertical del canalón al suelo, la mayoría de los edificios empleaban una cosa que se llama kusari-doi o una “cadena de lluvia”. Esta consiste en una cadena de cubitos decorados de metal por los cual pasa el agua en serie, creando un pequeño espectáculo del flujo de agua. Quisiera haber visto una en acción, pero no había posibilidades de que lloviera con el sol omnipresente…

Pasado un rato, me topé con una escalera que llevaba hacia lo que parecía una entrada a otro templo. Ya que no tenía plan ninguno, seguí mi curiosidad y subí hacia arriba, pagando una entrada para explorar este siguiente templo.

Resulta que este templo se llama Kōdai-ji y es uno de los santuarios más famosos que forman este barrio antiguo. Entre los árboles pude ver unas vistas impresionantes sobre la ciudad y las montañas en el fondo, pero las verdaderas joyas se encontraban dentro del complejo en sí.

Estuve encantado por las sendas tranquilas que me llevaban entre edificios delicados de madera y el bosque que los rodeaba, pero los espacios interiores también eran muy memorables. Me descalcé y entré para explorar el gran salón del santuario, descansé bajo los tejados de madera de los caminos y hasta caminé solo entre un bosque de bambú. No era el bosque famoso de Arashiyama, pero estar solo entre estas inmensas plantas fue una experiencia única, una que creo que solo se posibilitó por el calor que había echado a huir a los turistas prudentes.

Me encantó mi paseo solitario por el bosque de bambú.

Desde allí salí del santuario y me encontré por las acalles de Gion nuevamente. Un poco cansado ya de los templos, me dirigí al centro para ver la vista famosa de la pagoda Hōkan-ji desde una cuesta de casas tradicionales. Después de la mala suerte con el fiasco de mi pasaporte en Tokio, ahora estuve en plena racha de buena suerte, por lo cual encontré la calle vacía y pude sacar una buena foto.

El helado se apreció muchísimo.

Tocaba poner fin a mi experiencia por Gion, así que fui a coger un helado de té macha antes de volver al centro de Kioto. El té macha no es que sea mi sabor preferido, ¡pero dio el pego!

El camino de vuelta al hotel me llevó por los jardines del templo Kennin-ji, así que divagué un poco de la ruta para refrescarme entre sus árboles y tranquilizarme con los sonidos de las aguas corrientes.

Fue una locura el cambio repentino entre el entorno urbano y los jardines.

Después de coger un autobús de vuelta al centro, pasé por mi hotel y me metí en las calles pequeñas a su lado. Estas me llevaron entre hoteles tradicionales que se llaman ryokans. Luego llegué a mi destino, un restaurante que me habían recomendado por su comida obanzai. Obanzai es una costumbre culinaria nativa a Kioto en la cual los ingredientes tienen que ser de temporada y la mitad de ellos tienen que proceder de la ciudad.

Otro aspecto de obanzai que nadie me había mencionado es que es un menú cerrado. Esto lo descubrí al sentarme e inmediatamente ser servido una serie de platos en sucesión rápida. Todo vino acompañado por té verde ilimitado que técnicamente no puedo tomar por su contenido de cafeína, pero que me sentí obligado a beber como parte esencial de la experiencia. No me quejo, sin embargo, ya que la comida estuvo deliciosas y me costó solo 1.000¥, que en ese momento equivalían a 6,50€.

Los pequeños callejones de Kioto son una maravilla.

Para digerir la comida volví al hotel, donde me eché la siesta, me duché y luego salí a ver otro templo. Este fue Fushimi Inari Taisha, un lugar famoso en todo el mundo por su camino impresionante cubierto por miles de torii. Según mis investigaciones, la montaña en la cual se ubica el santuario podría acoger hasta 10.000 de estas puertas rojas. Esto me lo creo ya que vi muchísimas y eso que solo visité una pequeña sección del complejo.

Aquí va el selfie obligatorio para probar que estuve de verdad.

Pasado un rato mis piernas ya me dolían y el calor ya imponía mucho, así que volví a coger un tren al centro de la ciudad. Al llegar, calculé que me quedaba tiempo suficiente como para recorrer un poco más por Gion y quizá ver el atardecer detrás de la pagoda que había visto antes. Me quedaba una cuesta importante por delante, pero subí con prisa para intentar aventajar al sol poniente.

Esta calle descendiente era igual de tranquila que bonita.

Quizá hubiera venido bien que llegara media hora antes, pero de todas formas alcancé la zona donde quería estar justo a tiempo para ver el sol ponerse detrás de las montañas a lo lejos. Fue un momento bonito, pero al bajar la calle hacia la pagoda vi que mucha gente había tenido la misma idea que yo y se habían acercado al barrio a ver el ocaso. No cabía un alfiler en la calle.

Pero mi nueva racha de buena suerte me volvió a salvar. Encontré un pequeño nicho que ofrecía unas vistas maravillosas sobre Gion. Desde allí saqué la mejor foto del viaje a Kioto. La dejo abajo sin retoques ni nada.

La escena prototípica de una tarde en Kioto.

Al finalizar el atardecer, volví al hotel antes de salir a cenar. Inés me recomendó que visitara un restaurante de ramen que le había gustado cuando vino a Kioto, así que me acerqué en autobús y me uní a la cola para pedir. La fila en Ichiaran avanzaba despacio así que me puse a hablar con una familia de Francia: los pobres estaban algo confundidos por el sistema de pedir ya que acababan de llegar a Japón.

Tras intentar explicarme lo mejor que podía, me llamaron a pedir en la máquina expendedora y incorporarme en la segunda cola, esta para esperar un asiento en una de las cabinas. Estas son compartimentos individuales en los cuales te sientas entre dos pantallas de madera en los laterales con un espacio en frente de ti para comer. Al fondo hay una cortina de palos de bambú que los cocineros pueden abrir para coger tu pedido y luego servirte la comida.

Intrigado por el sistema, solo me desvié de la sugerencia del chef en un aspecto al pedir mi ramen. Pedí que el caldo estuviera un poco más intenso: me encanta un sabor fuertecillo. Esto lo pedí al subrayar una serie de opciones en un tique, lo cual se cogió al instante por una mano anónima y que enseguida se intercambió por la comida. Esta fue un cuenco humeante de ramen, un huevo aún en su cáscara y un plato de más carne y algas para incorporar al ramen después.

En primer lugar abrí el huevo y me quedé completamente desconcertado de cómo habían salarlo a la perfección sin ni abrirlo. Resolví a investigarlo (me queda pendiente), configuré mi cuenco de ramen y probé mi primer bocado de fideos. No estoy exagerando al decir que casi me puse a llorar: creo que no había comido nada así de rico en mi vide entera. Dicho eso, no creo que haga falta que elabore más sobre el asunto. Puedes imaginar que mi día largo por Kioto había acabado con broche de oro: con la mejor cena de mi vida.


La mañana siguiente tuve que madrugar (bueno, las 9am para mí era como si fuera madrugar) para hacer el check out y coger el segundo tren bala del viaje. Otra vez tuve que arrastrar mi maleta por las calles torcidas de Kioto, subirme al metro y buscar el andén correcto para el viaje hacia el sur…


Kioto, al igual que Tokio, había sido una verdadera pasada. Aunque las dos son ciudades enormes, el tiempo que pasé en el barrio de Gion dio la impresión de dejar atrás el casco urbano para poder explorar el lado más natural y tradicional de Japón. Los santuarios, las calles y el ramen excelente me quedarán grabados en el cerebro para siempre.