18.04.20 — Diario

Cuarentena

Después de mi última entrada de blog en la cual resumé todo lo que había hecho hasta la fecha fatídica del 13 de marzo, quedó bastante obvio que la siguiente entrada tenía que tratar del único tema en boca de todos: el coronavirus. Hay muchas fuentes de información confiables (véase: las redes sociales no) y muchos artículos interesantes publicados sobre el virus y los confinamientos convocados por el mundo entero, así que no voy a hablar mucho de ese ámbito. En vez de contaros hechos o consejos, pensé que más interesante sería para mí tanto para vosotros si compartiese mis experiencias personales.

Inmediatamente después de decir que no iba a hablar de hechos, ahora voy a hablar de unos hechos – pero creo que es importante para que tengáis en cuenta el contexto.

Madrid, donde vivo, es la zona más afectada en toda España, un país que registraba 900 muertes diarias relacionadas con el virus durante el pico del brote. El país ya lleva más que un mes en un estado de alarma, y la gente solo puede salir de su casa para comprar comida, por razones médicas, para trabajar (en sectores esenciales), para pasear a su perro o para asistir a los dependientes. Se ha cerrado todo establecimiento que no venda alimentos, medicinas u otros productos de primera necesidad. Vivo solo y llevo ya un mes trabajando desde casa, saliendo de mi piso solo cuando me falte comida o para secar la ropa.

Es mucha información para asimilar, y suena todo bastante drástico, pero voy a ir haciendo referencia a todo esto a lo largo de esta entrada de blog. Para entender lo que voy a escribir, voy a partir esta reflexión en cuatro secciones: la transición a la cuarentena, la vida en casa, la vida fuera de casa y lo que está por venir.

La transición a la cuarentena

Como he mencionado, la transición al estado de alarma actual fue caótica como mínimo. Todo empezó al anunciar el gobierno un lunes que cerraban todos los centros educativos antes del miércoles, lo cual hizo que los padres que conozco entraran en pánico y los estudiantes que conozco empezaran a celebrar. No estaba entre los que fueron afectados directamente por este anuncio, pero sí que marcó un momento clave en la progresión del brote.

Además de ver a los padres desesperados en su búsqueda de alguien que cuidase de sus hijos, también vi las celebraciones de los estudiantes volverse en dudas y preocupación de cómo y si iban a graduarse. Esa noche tuve que coger un taxi de vuelta a casa, porque mi compañera que suele llevarme al centro tuvo que volver con prisa para hacer planes con su familia. El taxi me dejó en la tienda, donde tuve que pillar unos ingredientes para cocinar, pero había un aire extraño.

Habían colas en el supermercado como las que nunca había visto antes. No eran ninguna locura, solo que había mucho más gente, y había un aire de inquietud. Digo inquietud y no pánico porque no se puede comparar con la histeria que ha descendido sobre el Reino Unido, pero sí que pareció que la gente iba preparándose para algo. Intenté que eso no me rallase y di la vuelta casualmente por los pasillos, cogiendo unas cositas extra – unas latas de cocido y unas sopas.

Supongo que ahora debería comentar sobre el pánico que ha cundido en todo el mundo y provocado que la gente salga a almacenar papel higiénico en masa: ¿por qué exactamente? Este virus no tiene como síntoma la diarrea, ni ha acontecido nada para poner en peligro el suministro de papel higiénico. Solo puedo suponer que están comprando tanto del mismo porque se veían encerrados en su casa durante mucho tiempo, pero en tal caso, ¿porque no han comprado tantos alimentos no perecederos? Sin querer ser demasiado vulgar, creo que tener que limpiarse de otra manera después de usar el baño es mucho menos aterrador que la idea de que se agote la comida. Quizás haya algún terror psicológico vinculado con la idea de perder este ítem cotidiano, pero a mi juicio es mucho más difícil resolver el problema de morirse de hambre que tener que ducharse o usar un bidé después de ir al baño. Tardarías más, eso sí, pero ya que estamos todos encerrados no es que tengamos mucha prisa.

Tengo que meditar un poco para no entrar en pánico.

En fin, volvamos al supermercado. Durante estos momentos intranquilos me acuerdo que vivo solo y lejos de mi familia, y tengo que meditar un poco para no entrar en pánico. Tenía que dominar esta habilidad durante la semana siguiente, porque el día después nos reunieron para contarnos el plan de la empresa para enfrontarnos con estos momentos inseguros. Nos dieron la opción de empezar a currar desde casa, así que un equipo pequeño nos juntamos para implementar nuevos protocolos para facilitar el trabajo a distancia. Durante los siguientes 48 horas tuvimos que configurar herramientas para el acceso a distancia al correo electrónico y al servidor, instalar una nueva aplicación para la gestión de proyectos, herramientas comunicativas, y un servicio online para organizar los equipos. Tuvimos que luego especificar cómo se usaban estas herramientas y contar a nuestros compañeros cómo íbamos a intentar que funcionase este nuevo flujo de trabajo.

Dichos días fueron de los más caóticos que he experimentado jamás, ya que varias consideraciones me presionaban todas a la vez. Tuve que cuidar de mi salud y bienestar personal, asegurándome de tener todos los suministros y medicinas en casa para la cuarentena inminente; tuve que implementar los protocolos para poder teletrabajar; y a la vez tuve que controlar todos los proyectos en curso en el trabajo, manteniendo siempre la producción de manera ininterrumpida.

Ya que los consejos del gobierno cambiaban diariamente, el número de personas en la oficina había caído a unos cinco para el jueves de esa semana. Ese día me fue una locura, porque tuve que configurar mi espacio de trabajo en casa además de estar siempre pendiente para ayudar a la gente con sus problemas que tenían al empezar su primer experiencia de teletrabajo.

Dejé una nota pegada a mi puerta para recordarme a no salir y me preparé para el comienzo de una vida bajo la cuarentena.

El viernes llegó y con él el cierre total de nuestra oficina. Todavía no había ningún decreto de cuarentena oficial del gobierno, pero muchos decidimos que el viernes sería el primer día de nuestro confinamiento. Apenas 24 horas antes de la declaración del estado de alarma, bloqueé mi puerta, dejé una nota pegada a ella para recordarme a no salir y me preparé para el comienzo de una vida bajo la cuarentena.

La vida en casa

El viernes fue el primer día de trabajo en casa y mi viaje al trabajo se redujo de una hora a los cinco segundos que tardo en moverme de mi habitación a mi salón. Esto me deja quedarme durmiendo una hora más, lo cual fue muy bienvenido, y arranqué mi cuarentena con una energía optimista que pronto me haría falta.

Trabajar desde casa ha supuesto una experiencia positiva en general, con sus altas y bajas como se espera. Hemos tenido que organizarnos más para que esto funcione, y eso ha ayudado a que las cosas fluyan mejor, pero luego problemitas como conexiones lentas nos frenan un poco. No voy a detallar mucho más las tribulaciones del teletrabajo, sin embargo, porque opino que los ratos que paso encerrado en casa pero sin trabajar son mucho más interesantes.

Digo eso porque no creo que la cuarentena haya afectado fundamentalmente mi vida laboral. En el trabajo, siempre he sido restringido a un lugar específico y una actividad específica: debo estar en la oficina y debo estar trabajando. La cuarentena me tiene encerrado en casa, pero aún así tengo que estar en un lugar específico (en el portátil) y tengo que realizar una actividad específica (mi trabajo). Nada ha cambiado realmente.

No creo que la cuarentena haya afectado fundamentalmente mi vida laboral.

Una vez me desconecto al acabar, sin embargo, la cosas sí que han cambiado. El viaje de ida y vuelta a la oficina, del cual me he quejado sin parar en en pasado, por lo menos servía para físicamente y mentalmente separarme del trabajo. Para mi propio bienestar, sigo adhiriendo a mi regla de desconectarme completamente al acabar el día laboral, pero el acto de guardar mi portátil en un armario no supone la misma experiencia física que separa los estreses laborales de mi casa, un espacio que debería ser para descansar y recuperar.

Siempre he asociado estados de humor con distintos espacios físicos, y es por eso que dejé de estudiar en la cama y el por qué nunca me ha llamado la atención la idea de trabajar desde casa. Si paso ocho horas agobiándome en el salón, luego me es imposible descansar con una copa de vino viendo la tele en ese mismo espacio. Cuando trabajaba en proyectos freelance desde mi cama en el Reino Unido, después de trabajar me resultaba imposible dejar de pensar y dormirme, por lo cual eventualmente empecé a trabajar en la cocina (para el enfado de mi pobre madre).

Si dispusiera de otro espacio separado en mi piso, quizás no tendría tantas reservaciones en trabajar y vivir en el mismo lugar, pero por ahora tengo que buscarme la vida con el espacio que tengo. No me dejo trabajar en cualquier sitio que no sea mi mesa y me obligo a largarme de dicha mesa inmediatamente después de guardar el portátil. No es mucho, pero los detalles pequeños se amplían por mil ahora que la mayoría de mi vida cotidiana se pasa dentro de 40m².

Siempre he asociado estados de humor con distintos espacios físicos.

Mi piso no es el mejor sitio en el que estar encerrado, pero claro que nunca consideraba la posibilidad de trabajar desde casa cuando andaba buscando una casa aquí en Madrid. Quería un salón separado de la habitación para tener privacidad durante visitas, pero no me importaba tener un balcón ni vistas a la calle, ya que soy más de salir y disfrutar el ambiente en pie durante las tardes veraniegas o los días frescos del invierno. De hecho, me quedé feliz al encontrar un piso interior, porque podía disfrutar de un silencio en casa, perfecto para descansar después de trabajar or pasear por la ciudad.

Como bien podéis imaginaros, esta decisión no ha sido ideal durante esta época de cuarentena. Mientras el pueblo sale a su balcón para aplaudir a las 8pm, o hasta para cantar y bailar juntos, tengo que apañarme con una vista sobre las ventanas de mis vecinos y un cuadrado pequeño del cielo que se puede ver al extenderme la cabeza por la ventana. He de dar las gracias por tener un piso situado en la tercera planta de un edificio de cuatro plantas, que por eso por lo menos me entran rayos de sol y mucha luz durante el día.

Intento no quejarme excesivamente, no obstante, porque bien sé que hay mucha gente en situaciones más graves. Tengo amigos que están intentando estudiar, otros que han tenido que pedir ayuda financiera del gobierno por no poder trabajar y otros que – por una razón u otra – ni pueden pedir dicha ayuda. Si me pillo enfadado en algún momento por mis problemas relativamente pequeños, intento poner en perspectiva mi situación.

También tengo una variedad de maneras de animarme, entre las que quedan llamadas a mi familia y amigos de todo el mundo, junto con hacer un poco de ejercicio, ver la tele, cocinar, hornear pasteles y hasta un intento a aprender cosas nuevas. He intentado refinar mi tortilla de patatas, mejorar mis habilidades en Photoshop y avanzar con las clases de irlandés en Duolingo. Debo subrayar, sin embargo, que no me estoy presionando demasiado para ser lo más productivo posible. Lo digo porque he visto muchas publicaciones bienintencionadas que nos urgen a que seamos lo más productivos posible durante esta cuarentena, pero creo que es importe recordar que estamos todos intentando sacar el mayor partido de una crisis global – que no nos regañemos si no acabamos hablando otro idioma al final.

La mejor manera de animarme ha sido la oportunidad rara de salir de la casa, porque soy una persona bastante claustrofóbica y he entrado un pánico un par de veces al acordarme que no puedo salir del piso. Ha sido hasta gracioso ver las tareas de las cuales me quejaba antes convertirse en unas oportunidades preciosas que iluminan mi día. Es un arma de doble filo, sin embargo, y ahora explicaré el por qué.

La vida fuera de casa

El acto de salir de la casa es una experiencia agridulce, y puede que no sea por las razones que te imaginas. El aislamiento y la soledad de quedarme siempre en el piso puede agobiar, pero el saber que estoy aislado del virus puede también suponer un gran confort. Salir del piso, o sea para comprar comida o sea para coger medicinas (las dos razones por las cuales puedo salir), puede estresar un poco. No tengo ni una mascarilla ni guantes, así que ando siempre consciente de mantener la distancia de seguridad entre mí y los demás, que suele ser para su seguridad más que la mía. A veces entro en bucle al repetir mentalmente las mantras del contacto social seguro: mantén una distancia de 2 metros, no te toques la cara, tose en el codo…

Estas consideraciones pueden drenar la mente, pero no forman la razón principal por la cual el mundo exterior ahora me deja con sentimientos agridulces. Intentaré explicar cómo las dos maneras de ver el mundo exterior mientras paseo por las calles pueden o animarme o entristecerme en igual medida.

El mundo exterior ahora me deja con sentimientos agridulces.

Naturalmente es un gusto estar en la calle. Está guay poder hablar con alguien, pasar por los rayos de sol y hacer un poco de ejercicio. Es bonito ver el mundo seguir adelante lo máximo posible y la gente seguir las nuevas normas y trabajar juntos para protegerse uno a otro. El otro día, de hecho, salí de una tienda a las 8pm por casualidad, y me encontré en una calle viva con el sonido de aplausos y ovaciones.

La combinación paradójica de un aire de normalidad mezclado con estas efusiones extraordinarias de espíritu comunitario tiene como consecuencia un efecto calmante y animador a la vez, y hacen que estas excursiones sean tan agradables. También existe la tónica del recordatorio que no estoy 100% atrapado en mi piso, lo cual relaja a mi mente claustrofóbica.

Hay otra manera de ver las cosas, sin embargo, mientras camino por las calles de la ciudad callada. Da igual cuanto uno quisiera aferrase a estos vistazos de la vida cotidiana, siempre hay algo raro. Hay gente en las calles, pero nadie se detiene a conversar. No hay saludos a desconocidos y las sonrisas amigables de uno a otro quedan ya escondidas detrás de las mascarillas. Esto me resulta conmovedor, ya que lo abierta y charladora que es la gente española siempre me ha parecido muy bonito, y ver esta energía extinguida es solemnizador.

Luego hay las calles llenas de empresas cerradas. Bares, restaurantes, librerías, florerías, panaderías, tiendas de regalo – en mi barrio hay todo tipo de servicios que conllevan una energía y vida a la zona. Ahora, un silencio ha caído, y la textura de los bienes expuestos en los ventanales ya se ha quedado aplanada al convertirse en un muro de postigos. También me inquieta la posibilidad de que muchas de estas empresas no sobrevivan la crisis financiara que este brote causará, especialmente cuando se tiene en cuenta que la mayoría de las empresas locales son independientes.

Esta posibilidad también invoca otro desasosiego, cuando me doy cuenta de que lo que consideraba que era mi vida cotidiana quizás no vuelva a serlo. Hay la posibilidad horrible de que no vuelvan a abrir unos de mis sitios favoritos como la terraza de un bar local, la panadería debajo de mi piso y un bar libanés. Justo cuando empezaba a sentirme cómodo con mi nueva vida aquí en España, haciendo amigos y formando rutinas, parece que la crisis me está descolocando un poco. Repito e insisto que yo, por supuesto, no estoy en la peor situación, pero aún así me deja algo desanimado.

La crisis me está descolocando un poco.

Otros detalles pequeños también revelan que no está todo bien, como el “muchas gracias, hasta luego” del cajero en el supermercado que ya se dice desde detrás de una mascarilla y una pantalla enorme de plástico transparente colgado entre él y yo. Hay líneas marcadas en el suelo de las farmacias y las tiendas, indicando cómo se debería desplazarse la gente y cuánto distancia hay que mantenerse mientras se hace la cola. Hay guardias de seguridad en las entradas de las tiendas, dirigiendo el flujo de personas y obligándonos a ponernos guantes y desinfectar los carritos con gel de alcohol antes de entrar. Los anuncios en los altavoces nos recuerdan que no se debe almacenar comida, hay bastantes estanterías vacías y unas zonas de autoservicio como el horno o la carnicería se han cerrado o ya solo disponen de productos ya empaquetados.

Como digo, puede variar el estado de ánimo en el cual me encuentro al salir de mi casa según mi manera de ver las cosas, y eso puede variar de una excursión para otra. Una noche saqué la basura a una calle oscura y sin vida. Otra vez, vi unos globos multicolores y mensajes de “todo irá bien” y me quedé hablando con un grupo de señoras – manteniendo siempre los dos metros de espacio entre nosotros, por supuesto. A veces una excursión fuera de mi casa puede suponer una montaña rusa de emociones, porque puede que hable con la gente mientras hago la compra, quizás pase por restaurantes cerrados y terrazas ensuciadas por pilas de hojas muertas y luego tal vez me anime la música alegre que sale de las ventanas abiertas.

Lo que está por venir

Nadie puede predecir qué pasará después de todo esto. No sé hasta que punto volveremos a la normalidad, tanto por el incertidumbre financiero como los riesgos supuestos por el levantamiento eventual de la cuarentena. El gobierno ha enfatizado que aquel levantamiento del estado de alarma será despacio y gradual, indicando que ciertas actividades se irán permitiendo con la caída del número de casos, con el fin de dejar que la gente tenga su libertad sin colapsar el sistema sanitario.

Hablando del sistema sanitario, ahora haré algo que no me gusta hacer en mi blog: voy a hablar de la política. A los que están en el RU, pido que no abuséis de las libertades que os ha dejado el gobierno. De hecho, seas de donde seas, y sin importar cuantas ganas tienes de ver a tu familia, pasar un rato con tu pareja o quedar con amigos: no lo hagas. Quédate en casa. No seas tan egoísta como para justificarlo diciendo que ni tú ni los con los que quedas seréis afectos. Puede que los demás sufran por causa de ti. Es nuestra responsabilidad colectiva para mantener las camas libres en los hospitales para los que realmente las necesiten.

Seas de donde seas, por favor, quédate en casa.

Repito lo he reiterado a lo largo de esta entrada de blog: yo tengo suerte. Puedo trabajar desde la seguridad y confort de mi propia casa. Me gustaría dar las gracias y demostrar mi gratitud a todos los trabajadores que siguen trabajando para que sigan en pie los servicios esenciales. Recordemos que suelen ser las personas que históricamente han sido menospreciadas, y que suelen seguir cobrando muy poco por realizar tareas que – apenas ahora nos estamos dando cuenta – son esenciales. Una vez pasado todo esto, quizás vaya a tocar que hagamos responsables a los que tienen poder para que prioricen lo que realmente es esencial, como el sistema sanitario público y las otras profesiones que no han podido cerrar y quedarse en casa durante esta cuarentena.

También huyo de llamar “heroes” a estos trabajadores, porque eso implicaría que les quede una alternativa a trabajar. Con el pueblo encerrado en su casa y muchos obligados por ley a quedarse en casa, a muchos no les queda otra que salir y trabajar en condiciones no ideales solo para mantener los ingresos. Tampoco me gusta que los políticos y los privilegiados les llamen heroes, solo para luego negar a recompensarles por su trabajo. No estoy cuestionando nada la valentía y estoicismo de estas personas – se merecen todo el elogio y reconocimiento del mundo – pero creo que llamarles de heroes es un gesto superficial cuando no les queda otra y cuando no son recompensados por su contribución inestimable por los que supuestamente les están alabando.

En fin, y para concluir, me gustaría desearos a todos una primavera feliz y saludable. Estoy de buena salud y de buen humor, y deseo lo mismo para ti y para todos los que conoces. En estos tiempos extraños, tenemos que hablar abiertamente sobre cómo nos sentimos, y mantener el contacto entre nosotros lo más posible. Aunque al llamar a mis amigos solo nos quedamos quejándonos de la cuarentena, dicen que un problema compartido es un problema dividido.

Gracias a todos los que me habéis llamado para chequear que tal estoy, y gracias también a todos mis amigos y familiares que habéis tenido que aguantar mis videollamadas constantes cuando me falte compañía aquí en casa.

Todo irá bien.