Parte I
Bzzzzzzz.
El zumbido del telefonillo me asusta, al igual que todos los días. Uso la pierna buena para lanzarme rodando de un lado del salón a otro en mi silla de oficina. Cojo las muletas y me levanto. Abro la puerta.
Mechas. Es un hombre moreno —como era de esperar en España— y con mechas. No se molesta en levantar la vista. Le saludo brevemente y me pongo a pelearme con los pestillos guerreros de mi puerta.
Le dejo mi bolsa al chico y con eso empieza a tirar con su descenso por la escalera. Le digo que espere, que me tiene que coger una de las muletas para que yo baje saltando a pata coja. Retrocede unos peldaños y se gira a que se la dé. Sus ojos oscuros son de pura indiferencia.
Llegamos a la planta baja y me devuelve la muleta para el último tramo hasta el portal. Aquí abajo ya se aprecia el frío de diciembre. Se lo comento con el tono más cómico que pueda reunir entre los jadeos de haber bajado tres pisos de esta manera. Ahora, sin las distintas alturas de los escalones, veo que es un tipo algo bajo.
Mi comentario parece hacerle algo de gracia. Parece relajarse, hasta sonríe un poco. Empezamos a conversar. Sobre qué, no te podría decir. No me estoy fijando mucho. Todos mis esfuerzos están en llegar a la ambulancia sin resbalarme en una hoja o una caca de perro. Quiero llegar a fisioterapia sin romperme la otra pierna.
Llegamos a la ambulancia y me posiciono en su lado derecho para que el chico me abra la puerta corredera. La abre, me ve hesitar un microsegundo y dice que me espere. Supongo que va bajar el escalón, pero veo que el mismo ya está bajado y en posición.
En su lugar, el chico abre la puerta a la cabina y empieza a mover una carpeta de documentos. Abre un hueco y dice que me suba allí mejor. Que me será más fácil.
Le obedezco y me planto en posición copiloto. Busco donde meter las muletas, pero el mechas me hace un gesto para que se las pase. Eso hago y él desparece con ellas. Suena un portazo desde atrás. Las ha guardado allí en la parte trasera, donde debería estar yo. Me dice que es para que no me dé en la cara con ellas por las calles irregulares de Madrid. Le doy las gracias.
Me cierra la puerta, cruza al otro lado de la ambulancia y se sube a la cabina conmigo. Arranca el motor y yo arranco la conversación.
Le pregunto si vamos a buscar a mi gente hoy. Solemos compartir la ambulancia los mismos cuatro pacientes: Dani, José, Edison y yo. José fijo que no viene, que suelen ir a recogerle a él primero, pero me confirma el chico que sí que iremos a por Edison. Me comenta que Dani no viene, que hoy le toca médico.
Este hecho realmente ya lo sabía, pero he empezado a fijarme menos en la conversación y más en el mechas. Tiene algo de barba: más que una barba de unos días, pero no llega a ser barbón. Aunque quisiera dejarla crecer, luciría un poco rara: le sale de manera un poco irregular. Tiene la nariz algo torcida pero la mandíbula bien marcada. Y luego las mechas.
Giramos. Es un movimiento abrupto y pienso que el chico tenía razón con respeto a las muletas. Nos metemos en la calle de Edison. Él está esperándonos en su portal, en su posición de siempre. Le saludo con la mano y empiezo a recoger más cosas para abrirle hueco en la cabina. El mechas dice que no hace falta, que a Edison le toca ir en la parte de atrás. Dejo la pila de cosas donde estaba y le lanzo un «buenos días» a Edison a través de la ventana que separa la cabina de las tres sillas traseras y la camilla. Allí va a estar solo el pobre.
Se vuelve a subir el conductor y nos metemos en la carretera de camino al hospital. Debajo de una fila de árboles frondosos, estamos a la sombra y empiezo a bostezar sin querer. Rompo la tensión diciendo que estoy cansado porque anoche no dormí mucho. Nada más salen las palabras de mi boca y me doy cuenta de las posibles connotaciones. Espero una respuesta sarcástica de Edison, pero parece que este no me escucha: la ventana que separa la cabina se ha quedado cerrada.
Más que seguir por la línea obvia, el mechas me confiesa que él tampoco durmió mucho. Me dice que se quedó despierto hasta las cuatro de la mañana. Le pregunto por qué y enseguida le pregunto si puedo preguntar el por qué. Hoy estoy más torpe…
Me dice que se echó la madrugada haciendo no sé qué. No lo sé porque no le entiendo, habla rápido. Le vuelvo a preguntar y me repite algunos sonidos que me suenan de la anterior vez, pero aún no descifro nada. ¿Algo de drones? Dudo si volverle a preguntar o hacer un sonido de comprensión fingida y dejar el asunto allí.
Le pido que me vuelva a repetir y admito que el español no es mi lengua materna. Sin pestañear, me dice que su hobby consiste en montar drones de carrera.
Nunca había escuchado hablar de este pasatiempo. Le solicito más información.
Procede a detallar el proceso, desde la compra del chasis base hasta la configuración de los componentes. Enumera todo lo que tiene que colocar: los motores, la cámara, las baterías, los cables, las hélices. Está hablando más deprisa aún; hay un entusiasmo palpable en su voz. Mientras habla, veo que tiene un diente roto y pienso que le aporta un encanto innegable. Quiero que siga hablando con tanta pasión.
Le pregunto cómo es el proceso de calcular la cantidad de pilas que hay que colocar al dron, sobre el ratio de peso que añaden comparado con la potencia que aportan. No soy capaz de averiguar si mis preguntas van motivadas más por un interés completamente genuino o el deseo de que el mechas no me deje de hablar así de algo que claramente le encanta.
Me empieza a explicar todo pero ya no estoy prestando tanta atención. Está hablando con una sonrisa y se le están marcando las líneas de la cara. Le brillan los ojos.
Estoy completamente enamorado.
Parte II
Pues no sé qué hacer.
El médico me ha dicho que hoy no tengo fisioterapia y me ha mandado de vuelta a casa. Voy cojeando por el pasillo hacia la recepción. Sé que mi ambulancia de vuelta no estará programada hasta las 6pm pero el reloj de la sala de espera, visible a través de las paredes de cristal con las que han forrado este hospital, me informa que aún son las 4pm.
Llego a la recepción contemplando, entre los ecos del repiqueteo de las muletas, las dos horas de espera que me quedan. Tengo dos opciones: callarme y echarme el rato sentado en una butaca moderna (léase: incómoda) haciendo crucigramas en el móvil, o alzar la voz y decirle a la recepcionista que me adelante la hora de la ambulancia.
Sintiéndome algo picado por haber tragado el viaje hasta allí para que el médico me mirase la pierna durante dos segundos para luego decirme que me deje de tomar el paracetamol, decido tirar con la segunda opción. Me quejaré a la española.
Busco mi tono más amable y le digo a la chica del mostrador que me gustaría que me llevaran a casa ya. Le explico la situación y empieza a marcar el número. Mientras espera a que le cojan, me hace un gesto hacia la puerta y me dice que salga a ver si hay alguna ambulancia que me pudiese llevar. Recojo las muletas y me doy media vuelta.
El mechas.
Allí está, entrando por la puerta, empujando a una chica en una silla de ruedas. Me quedo congelado.
Por lo menos puedo intentar disimular fingiendo que mi momento de quietud se debe a un problema con mis muletas. Creo que me sale más o menos creíble el gesto pero acto seguido se me escapa un «hola». Claramente iba dirigido a él, pero como aún estoy completamente atontado, parece que lo he soltado a la nada. Se queda suspendido en el aire y no recibe respuesta.
A la recepcionista le pego una mirada de perplejo. Me la devuelve, seguramente confundida por el asombro que me ha consumido. Me dice que le persiga para preguntarle si me puede llevar a casa. Él. El mechas.
Me estabilizo en las muletas y me dirijo hacia la salida con toda la fuerza que puedo reunir. Al llegar a la calle, veo que casi ha llegado ya a su ambulancia. Grito un «perdona» pero no me escucha. No sé si darme la vuelta: evidentemente no estoy preparado para interactuar con él hoy.
No. Aunque no creo en el destino, si no hubiera tenido los cojones de pedir que me buscaran ambulancia, no me hubiera topado con él. No voy a rendirme ahora. Intento darme más prisa sin caerme en las hojas caídas en la acera.
Llego a su ambulancia y no está. Me asomo a la ventanilla de la cabina pero tampoco está instalado detrás del volante. Espero unos segundos por si estuviera al otro lado, esperando a subirse, pero no aparece.
Igual se ha ido a hablar con el de la ambulancia de en frente. Me vuelvo a subir al bordillo, tarea compleja dadas las circunstancias, y me acerco la ventanilla de aquella.
En esta está el chico que me recogió hace tan solo media hora. Le indico que baje la ventanilla para que pueda hacerle una pregunta. Me hace muecas para indicar que no puede y me gesticula para que me dé la vuelta a la ambulancia para hablar con él desde allí.
El mechas.
Como es tan bajo, no le había visto desde el otro lado. Efectivamente, estaba cotilleando con este otro técnico. Voy a volverme a paralizar…
Dirijo la mirada hacia el otro para no distraerme. No puede haber una repetición del momento recepción.
A este le pregunto si me puede llevar de vuelta a casa. Me vuelve a hacer una cara de dudar y se pone a mirar en la pantalla de su consola para ver si aparece mi nombre. No me aparto la mirada de su cara. Esta mirada tiene que quedar un poco amenazadora dadas las circunstancias, pero me da un poco igual. No puedo mirarle al mechas.
No, me dice el otro. Procede a explicarme que no puede llevar a nadie sin que se lo indiquen desde el central. Le digo que ya lo sé, que no se preocupe y que me volveré ahora a la recepción a esperar. Para mi gran alivio, veo que el mechas ya se ha apartado. Habrá vuelto a su ambulancia. Le saludaré con la mano al pasar por su lado y ya está.
Vuelvo a la acera y casi me caigo al meter una muleta dentro del alcorque de un árbol. Verle a este hijo de puta me ha dejado tonto y torpe. Me recompongo, alzo la cabeza y sigo trazando la línea hasta la puerta de la recepción.
—¡Oye!
Es él.
—¡Hombre! —le grito por la ventanilla de su ambulancia, que parece que él sí que ha podido bajarla.
Ahora que he tenido un microsegundo para reflexionarlo, de verdad que no sé por qué le he dicho «hombre» así como si fuera la primera vez que le veo hoy.
—Mira —me dice, extendiéndose por la cabina para intentar abrir la puerta de la ambulancia.
Me acerco y se la abro. La doy contra la ramo de un árbol.
—Ups, me voy a cargar tu ambulancia.
—Nada, hombre —se ríe —léete esto.
Me presenta con su móvil y un mensaje de WhatsApp bien largo. No sé qué está pasando. Me pongo a leer.
El mensaje está en inglés. Un inglés bastante bueno, aunque no sé de qué va. Lo que sí que veo es que el texto abre con su nombre. Quiero quedarme con el nombre, pero soy malísimo con los nombres. Leo el resto del mensaje y veo que tiene que ver con un posible patrocinio de su proyecto del nuevo dron. El inglés está impecable.
—Pues el inglés está impecable —le comento, suponiendo que es lo que quería que revisara —que supongo que es lo que querías que revisara. ¿Usaste ChatGPT para traducirlo?
Su expresión es de entre orgulloso y algo insultado.
—No, lo traduje yo… como pude, claro. Bueno, daría igual que no estuviera bien, ya lo envié.
—Pues está perfecto.
Hay un silencio momentáneo mientras le devuelvo el móvil. Busco seguir conversando.
—Tiene que ver con lo de los drones, ¿no?
—Pues sí, estoy buscando una empresa que me patrocine.
Le quiero preguntar cómo funciona el tema de los patrocinios pero le pita la consola de la ambulancia y se pone a leer el mensaje. Recojo las muletas y empiezo a retirarme de mi posición apoyado contra la puerta abierta.
—Pues súbete.
—¿Cómo? ¿Voy contigo?
—Claro, hombre.
—Pues ¿cómo hacemos? ¿Me subo aquí contigo?
—Claro —dice, echando al suelo una mochila que había en el asiento.
Que suerte. Que miedo.
Parte III
Podría morirme feliz.
Estamos pasando por una calle flanqueada por dos edificios brutalistas. Sus balcones cuadrados de hormigón están repletos de arbustos y enredaderas. Es mi combinación soñada de un minimalismo roto solo por la presencia de plantas. Luce todo resplandeciente bajo el cielo azul despejado. Luego está mi compañía. El mechas me está detallando el proceso de buscar una marca patrocinadora.
Me dejo abrazar por la cadencia lírica de su voz y los colores azulados y verdosos que pasan por encima de mi cabeza. Tengo que saborear este momento, y luego tengo que saborear el resto de momentos que quedan del viaje. Ojalá viviese más lejos del hospital.
Un frenazo me saca del estupor romántico. Giramos y nos incorporamos en el atasco de una calle principal.
Me cuenta que es China el país al que hay que ir para buscar dinero. Me cuenta que allí están forrados y que no saben que hacer con su dinero. Me cuenta que tiene amigos que han ido solo para echar unos días haciendo una especie de prácticas.
Le digo que seguro que habla mejor inglés que los chinos. Sonríe y se le ve el diente roto. Los otros dientes también los tiene irregulares. En lugar de fea, esta cacofonía visual me parece encantadora. La guinda del pastel es el pendiente negro que lleva en la oreja. Él es la belleza hecha técnico de ambulancia.
Pasado un rato nos vuelve a sacar de la calle principal y empezamos a zigzaguear por una serie de vías estrechas. Aquí, saco el tema que tenía pensado sacar para ver si me hacía con su Instagram o algo: le pregunto si tiene pensado publicar lo que hace en redes.
Me dice que sí, pero que aún no sabe hacer los vídeos que quiere hacer. Me cuenta cómo su amigo hace vídeos cojonudos, intercalando todo tipo de planos y tomas al ritmo de la música. Me dice más cosas pero ahora me estoy fijando en un autobús que tiene el intermitente puesto y que igual está al punto de incorporarse en la vía y que empieza a girar y del cual aún no se ha dado cuenta mi conductor.
—Cuidado con este —le digo.
Frena la ambulancia y procede a soltar unos insultos creativos dirigidos a los autobuseros en general. Me hacen gracia, entonces voy enseñado mi acuerdo con todo lo que dice que son y que hacen y que no hacen pero que deberían hacer.
Volvemos a coger velocidad y retomo el tema de los vídeos. Le digo que es cuestión de práctica, pero que yo ya no manejo las herramientas. Le confieso que la última vez que yo edité un vídeo complejo, lo hice con Windows Movie Maker.
De repente se pone a cantar una canción sobre Windows Movie Maker. Me quedo mirándole. No sé si existía una canción así de algún anuncio para el programa o si se lo está inventando sobre la marcha. El sol le esta dando a los ojos y su iris brilla de un color dorado maravilloso.
Termina su acto musical y le pregunto si de verdad existía una canción así. O no me entiende o se distrae con un cruce complicado, pero el resultado es igual: me quedo sin respuesta. Yo creo que lo ha improvisado.
Nos metemos en el laberinto subterráneo de Madrid y la conversación pasa al tema de saber venderse. No sé si es por la falta de luz o el saber que en breve llegaremos a mi casa, pero empiezo a ponerme nervioso. Le cuento una historia que tiene poco que ver con el asunto entre manos. El que no sabe venderse evidentemente soy yo.
Cuando ya me callo, el mechas no me hace ningún comentario. Mierda. Me pregunto si le habré aburrido, o peor aún, si se ha dado cuenta de que estoy nervioso. No se me ocurre la posibilidad de que quizá tan solo esté enfocado en los mil carriles y coches y salidas que pueblan el túnel por el que estamos yendo.
Rompe el silencio preguntándome si la salida que le marca el GPS es la buena. Le afirmo y seguimos hablando, ahora de los peligros y dificultades presentadas por la M-30. No me está gustando este tema tanto como el anterior, pero bueno. Ahora es cuando me fijo en que ya dejé pasar la oportunidad de posiblemente hacerme con su Instagram. Su puta madre.
Salimos de la M-30 y volvemos a la luz vespertina. Nos ponemos a hablar de otros temas genéricos, reflexionando sobre que pasaría si se estrellase ahora mismo un satélite en frente de nosotros. Me doy cuenta de que estamos al punto de meternos en mi calle, y decido cambiar de tema.
—¿Tienes algún plan para Nochevieja? —le pregunto.
—Pues no, estoy sin plan.
—Ah, yo iré a casa de mi amigo a cenar con su familia. Viene su madre desde Sevilla.
Me corto. Otra vez me he puesto a hablar de mí mismo. Total, ha dicho lo de estar sin plan con un tono vago de pena. No será que está buscando algún plan…
Intento quitarme el pensamiento tonto mirando por la ventanilla que tengo a mi lado. El tráfico que lleva meses atestando mi barrio hoy parece haberse despejado. El único día que me hubiera venido bien pillar un poco de atasco. Gracias a su falta, ya estamos llegando a mi casa. El mechas mete la ambulancia en un vado y apaga el motor.
—¿Te ayudo a subir a casa? —me pregunta.
—No, ya no hace falta —le respondo sin pensar.
Soy más tonto y se me olvida respirar. Si fue esa mi oportunidad de prolongar un ratito más el tiempo que pasamos juntos. Como soy gilipollas y le he soltado mi respuesta de todos los días, se me ha escapado la posibilidad de flirtear con él desde la comodidad de mi propia casa.
—¿Seguro?
—Sí, sí.
Pues ya está, ya no hay vuelta atrás. La segunda oportunidad, la oportunidad de cambiarme de idea, perdida también. Mientras abro la puerta y empieza a bajarme, me entran ganas de pegarme unas buenas hostias a mí mismo por no haberle dicho que me acompañara. La próxima, le diré que me podría echar un cable con las llaves o alguna tontería así. Me gusta esa idea. Me la guardaré. Toco suelo con las dos piernas y me giro la cabeza para despedirme.
—Pues muchas gracias —le digo —y ¡feliz año nuevo!
—¡Igualmente! A ver si nos vemos estas semanas —viene su respuesta.
—Pues eso espero.
Este último comentario es lo más cercano a flirtear que he podido lograr en todo el viaje. Que frustrante. Cierro la puerta de la ambulancia con un golpe, cruzo la calle y llego al portal. Entre el frío que hace y lo torpe que voy con las muletas, me cuesta sacar la llave del bolsillo.
Me doy media vuelta. Allí está la ambulancia aún. Durante un segundo, se me ocurre acercarme y pedirle esa ayuda. Busco su cara en el retrovisor pero no la encuentro. Decido que no.
Un minuto más tarde, por fin consigo abrir la puerta. La empujo con la pata de una muleta y me metro dentro del pasillo estrecho de mi edificio.
Echo la mirada atrás una última vez. Sigue allí la ambulancia